martes, febrero 5

Un paseo por el lado salvaje

« En el animado y remoto verano del 31, Nueva Orleans ofrecía oportunidades casi ilimitadas para los jóvenes ambiciosos y de pulcra apariencia dispuestos a empezar desde abajo y abrirse camino ascendiendo peldaño a peldaño por la Escalera del Triunfo. Aquellos que tenían más cabeza empezaban desde arriba y bajaban: era más rápido.

En el animado y remoto verano del 31, algunos estados estaban secos y otros mojados. Russ Columbo cantaba Please. Al Capone citaba a Mark Twain y alguien sostenía que, en el mundo de la aviación, las mujeres eran iguales a los hombres. Una mujer se negó a responder a las preguntas de una comisión del Senado y la Legión Americana afirmó que las asambleas legislativas estatales ponían trabas a la venta de productos fabricados por los trabajadores americanos.

Un pastor de Nueva York descubrió que Jerusalén había tenido un peor gobierno que el de Jimmy Walker y dijo que prefería vivir un día con Hoover en el poder antes que con Ezequías.

Los excesos de ese año se debían a un movimiento hacia atrás del péndulo moral, proclamó el reverendo Harry Emerson Fosdick, y añadió que si las cantinas estuvieran todavía abiertas sería aún peor. El presidente pulsó un botón en Washington que encendió un edificio que había costado cincuenta y dos millones de dólares, el más alto jamás levantado por la mano del hombre, en la esquina de la Calle Treinta y Cuatro con la Quinta Avenida en Nueva York. Wallace Beery decía en las pantallas que “Lo que me gusta de mamá es que es mucha mamá”, y los precios del algodón tocaron de nuevo fondo.

La Escalera del Triunfo se había invertido: la parte de arriba estaba abajo, y la de abajo, arriba. Los que había sido líderes, y todavía lucían relojes de oro, iban de puerta en puerta, con las suelas de los zapatos colgando, enseñando fotografías de bebés. Los médicos se dedicaban a vender aclaradores de piel y los capitanes de barco hacían cola buscando trabajo, con la esperanza de que les ofrecieran el cubo y la fregona de un grumete.

Los despachos de las grandes compañías aseguradoras de incendios se convertían en humo, lo que no dejaba de tener su gracia. Cuando el departamento de incendios, cuyos empleados llevaban mucho tiempo sin cobrar, se vaciaba, poco quedaba más que expedientes chamuscados, sillas giratorias en las que nadie volvería a girar, preciosos montones de añicos de cristal esmerilado y todo aquel mobiliario de caoba.

Una caoba que, al final no había servido de nada a nadie, salvo a los corredores de Bolsa. Luego los corredores empezaron a tirarse desde las azoteas sin mayor consideración hacia quienes pasaban por debajo que la que habían tenido en sus buenos tiempos. Los emperadores de la industria robaban toda la calderilla a la que podían echar mano y hacían una última apuesta. Los abogados se querellaban unos a otros sólo para mantenerse en activo.

Y en todos los manicomios había un pequeño usurero escondido en una celda individual donde no hacía otra cosa que garabatear porcentajes con la uña en la pared, un día tras otro.

En menos tiempo del que se tarda en decir Dios con la boca abierta, el buscavidas que se ganaba el pan vendiendo puerta a puerta se convirtió en la columna vertebral de la economía americana. Trabajaba para Medias Realsilk o para Aspiradoras Hoover el tiempo justo para agenciarse un par de docenas de medias de seda o una aspiradora de segunda mano, robándola pieza por pieza. También estaban a su alcance la calderilla, el dinero para la leche y demás, dejados al desgaire por estantes o en los alféizares, mientras las amas de casa estudiaban una de sus ofertas. Robar el cambio también se hizo práctica común del buscavidas, y cientos de ellos subsistían gracias a eso una semana sí y otra también.

Sin embargo, como señaló el secretario de la Federación del Trabajo, la economía había dejado de hundirse.

Que los pobres salieran por su cuenta del marasmo y que el gobierno ayudara a los que ya tenían más de lo que podían gastar: ése era el plan. Pero los bancos de los parques aparecían húmedos por las mañana, tanto si llovía como si no; y hasta comer plátanos todos los días acababa cansando.

Pese a todo, los tiempos no eran tan duros como algunos se obstinaban en repetir. En realidad, lo único que había pasado era un retroceso de una prosperidad anormal en los negocios que ahora avanzaban en una pendiente descendiente hacia una nueva normalidad y una creciente equiparación de las oportunidades. En poco tiempo, avanzaríamos a toda máquina. Sólo que esta vez cada magnífica oportunidad era justamente tan buena como la siguiente. Lo que se tradujo, simplemente, en que nadie volvió a cobrar ».


Nelson Algren