« Zoé era la flor de un jardin con un estanque de peces rojos, era aquello que le da un sonido elegante a ciertas melodías. Zoé era el color delicado de la luz de un atardecer en los pirineos, Zoé era aquella habilidad que los magos desean aprender. Zoé era mirar desnudo la vía láctea como un manojo de brillantes suspendidos después de haber sido lanzados al infinito. Zoé era las canciones buenas que se han escrito en guitarras sin la primera cuerda. Zoé era esa sonrisa de una futura buena madre, era el sabor de un té con galletas, era el reflejo de la complejidad del universo, era lo excitante de algunos veloces compases. Zoé era la enemiga del tabaquismo de cierto escritor, era el silencio que se apodera de las palabras tristes, era la inocencia de miles de culpables. Zoé era algo que el arte aún no logra expresar, era algo parecido a lo indescifrable de algunas sonrisas. Era la sensación placentera que producen ciertas obras de arte. Era el éxtasis malvado que produciría mirar un relámpago cayendo sobre tu peor enemigo. Zoé era una jauría de lobos dispuestos a destriparte, era una hoja bailando un vals con el viento. Zoé era darse cuenta de algo de lo que nadie se ha dado cuenta. Zoé era el contrapunto en su forma más bella, era las miles de palabras escritas en los libros no leídos. Zoé era la medida de mi poesía, era la alcancía kitsch de poco gusto de alguna avara pero dulce abuela, era esa manera tan especial de cruzar las piernas que tienen las mujeres cercanas a los treinta.
Así era, pero tuve que dejarla »
Santiago Jarrín