« -¡Ah! -dijo el clérigo-. ¡Muchacha, ten piedad de mí! Te crees desgraciada, pero, ¡ay!, tú no sabes lo que es la desgracia. ¡Amar a una mujer! ¡Ser sacerdote! ¡Ser odiado! Amarla con todas la furia del alma; sentir que uno daría por la más leve de sus sonrisas la sangre; las entrañas, la fama, la salvación eterna, la inmortalidad, ésta y la otra vida; sentir no ser rey, genio, emperador, arcángel o dios para poder ponerse a sus pies un mayor esclavo. ¡Estrecharla noche y día, en sueños y en pensamiento y verla enamorada de un uniforme de soldado! ¡No poder ofrecerle sino una miserable sotana de clérigo que le provocará miedo y rechazo! ¡Estar presente con sus celos y su rabia mientras ella prodiga a un miserable a imbécil fanfarrón sus tesoros de amor y de belleza! ¡Ver ese cuerpo cuya forma os abrasa, esos senos tan dulces, esa carne palpitar y enrojecer bajo los besos de otro! ¡Oh, cielos! ¡Amar sus pies, sus brazos, su cuello, pensar en sus venas azules, en su piel morena hasta retorcerse noches enteras en el suelo de la celda, y ver convertirse en torturas todas las caricias, con las que uno ha soñado para ella! No haber conseguido después de todo más que acostarla en aquella cama de cuero.
¡Ésas son las verdaderas tenazas puestas al rojo en el fuego del infierno! ¡Feliz el que es aserrado entre dos tablas o descuartizado con cuatro caballos! ¿Sabes algo del suplicio que te hacen sufrir noches enteras tus propias arterias que te hierven, tu corazón que estalla y tu cabeza que se rompe; tus dientes que se muerden las manos; verdugos encarnizados que te vuelven continuamente como en una parrilla al rojo en pensamientos de amor, de celos y de desesperación? ¡Muchacha, por favor! ¡Dame un momento de tregua! ¡Un poco de ceniza para estas brasas! Enjuga, te lo ruego, el sudor que a chorros discurre por mi frente! ¡Niña! Tortúrame con una mano pero acariciame con la otra! ¡Ten piedad, muchacha! ¡Compadécete de mí!
El sacerdote se revolvía en el agua del suelo y se golpeaba la cabeza contra las aristas de los escalones de piedra mientras la muchacha, inmóvil, le escuchaba y le miraba »
Victor Hugo