« — No se trata de una rebelión corriente —dice.
¡Eso me devuelve la atención! Necio. Todas las rebeliones son corrientes y extremadamente aburridas. Todas están copiadas del mismo modelo, y todas se parecen la una a la otra. Su fuerza motriz es la adicción a la adrenalina y el deseo de adquirir poder personal. Todos los rebeldes son pequeños aristócratas. Por eso puedo transformarlos con tanta facilidad.
¿Por qué no me escucharán nunca los Duncans cuando les explico todo esto? Esta discusión la he mantenido ya con este mismo Duncan. Fue uno de nuestros primeros enfrentamientos, aquí mismo, en la cripta.
— El arte del buen gobierno exige que no cedáis nunca la iniciativa a los elementos radicales —dijo.
Qué pedante. En toda generación surgen radicales, y no hay que tratar de impedirlo. Eso es lo que quiere decir con esto de "ceder la iniciativa". El quiere aplastarlos, suprimirlos, controlarlos, eliminarlos. El es la prueba viviente de la poca diferencia que existe entre la mentalidad policial y la militar. Se lo dije.
— A los radicales sólo hay que temerlos cuando se les trata de suprimir. De lo contrario hay que demostrar que uno está dispuesto a utilizar lo mejor de cuanto ofrecen.
— Son peligrosos, son peligrosos. —Cree que, a fuerza de repetirla, llega a crearse una verdad.
Despacio, paso a paso, le voy guiando hacia mi camino, y hasta incluso hace ver que está escuchando.
— Esta es su debilidad, Duncan. Los radicales siempre ven las cosas en términos excesivamente simplistas: blanco y negro, bien y mal, ellos y nosotros. Al tratar los asuntos complejos de ese modo, destrozan toda posible aproximación abriendo paso al caos. El arte del buen gobierno, como tú le llamas, es el dominio del caos.
— Nadie puede hacer frente a todas las sorpresas.
— ¿Sorpresas? ¿Quién habla de sorpresas? El caos no es alguna sorpresa. Posee unas características perfectamente predecibles. En primer lugar, destruye el orden robusteciendo las fuerzas de los extremos.
— ¿No es eso acaso lo que los radicales pretenden? ¿Acaso no intentan trastocar el sistema para hacerse con el poder?
— Eso es lo que ellos creen que están haciendo. En realidad, lo que hacen es crear nuevos extremistas, nuevos radicales, continuando así el viejo proceso.
— ¿Y qué me decís de un radical capaz de comprender una situación compleja, que se presenta haciendo gala de esta actividad?
— Ese no es un radical. Es un rival para el poder.
— ¿Pero qué hay que hacer con él?
— O ganas su colaboración o le matas. Así se origina la lucha por el poder, ya a nivel de manada.
— Si, pero, ¿y los Mesías?
— ¿Los Mesías como mi padre?
Al Duncan le desagrada esta pregunta. Sabe que de un modo muy especial yo soy mi padre. Sabe que puedo hablar con la voz y la personalidad de mi padre, que los recuerdos son precisos, inéditos e ineludibles.
De mala gana, replica:
— Bien... si así lo queréis.
— Duncan, yo soy todos ellos y lo sé. No ha existido jamás un rebelde verdaderamente desinteresado. Todos son unos hipócritas, conscientes de ello o inconscientes, qué más da.
Esto aviva un pequeño avispero en mis ancestrales recuerdos. Algunos de ellos no renunciaron jamás a la creencia de que ellos y sólo ellos poseían la solución de los problemas de la humanidad. Bien, en eso se parecen a mí. Simpatizo con ellos, aunque ello no me impide decirles que el fracaso constituye la demostración de su falacia.
Sin embargo, me veo obligado a bloquearlos. No tiene sentido extenderse en ellos. Ahora ya son poco más que recordatorios patéticos... Como este Duncan que se halla ante mí con su pistola laser...
¡Por todos los dioses! Me ha cogido dormitando. Tiene la pistola laser en la mano, apuntándome a la cara.
— ¿Tú, Duncan? ¿También tú me has traicionado?¿Et tu, Brute?
Todas las fibras de la conciencia de Leto se pusieron en estado de alerta. Notaba en todo el cuerpo contracciones nerviosas y leves sacudidas espasmódicas. La carne de gusano tenía voluntad propia. Idaho le dirigió la palabra con desdén:
— Dime, Leto. ¿Cuántas veces debo pagar mi deuda de lealtad?
Leto reconoció al punto la verdadera pregunta subyacente en sus palabras: "¿Cuántos otros ha habido como yo?". Los Duncans siempre querían saberlo. Todos ellos lo preguntaban, sin que les satisfaciera ninguna respuesta. Dudaban siempre ».
Frank Herbert