« Voy a contar un caso real. Hace un tiempo, yo tuve una pareja (sí, sí, se lo juro, una pareja, de esas con las que vas al cine, te das paseos… Aunque suene raro). Una agradable noche de verano me dijo, después de que nuestras lenguas se hubieran enrollado como si fueran un ovillo de lana: “Es que eres perfecto”. Ahí, segundos después, es cuando me eché a temblar. ¿Yo, perfecto? ¿Perfecto en qué? ¿Perfecto dices? Y es que no entendí muy bien ese concepto de perfección, habida cuenta de que yo, Sergio Sancor, tengo defectos como todo el mundo y bien que me los sé enumerar (pero tampoco se trata de hacer una lista aquí para que todos podáis saberla, ¿no?). Por eso, cuando el momento romántico de la noche se disipó, me quedé fijamente mirando a sus ojos castaños claros y dije: “Yo no soy perfecto, haré cosas que te molestarán, que te harán encabronar, pero eso no quiere decir que lo nuestro sea lo peor”. Es cierto, peor no lo fue, pero un año después volví al mundo de la soltería pensando en esa frase del principio de la relación que ya auguraba que el listón se me había puesto muy alto y yo no había llegado (o eso parecía).
Esta anécdota real viene a colación porque de lo que voy a hablar a continuación no deja de ser eso mismo: los defectos que todos tenemos y a los que no sabemos, o queremos, sacar el partido necesario para seguir adelante. Un manual (llamémoslo de autoayuda) para comprender que en el mundo real, los defectos pueden ser virtudes y viceversa ».
Francisco Gavilán