jueves, diciembre 20

Laguna mental

« A pesar del pronóstico del tiempo que habían dado, aquella era una noche estupenda, fresca, pero estupenda. Caminaba yo por la ciudad, mientras charlaba de varios temas con mi amigo. Sus frases actuaban como una suerte de consuelo, una especie de amortiguador, y al menos me permitía ver otra parte del mundo. Es sorprendente lo que puede hacer el cansancio mental en la psiquis de uno, pero hasta que no sucede uno no lo entiende. Caminamos alrededor de veinte cuadras, aunque yo hubiera deseado que fueran el doble, o aun más. No quería regresar en ese momento a mi casa, prefería seguir hablando o simplemente caminar. Aun así el camino se había terminado y de repente la charla continuaba mientras esperábamos inertemente en una parada de autobús. Mi casa no tenía algo de malo, por el contrario, tenía una familia adorable y muy poca responsabilidad. No obstante, era como volver al mismo cansancio mental.

Muchos temas transcurrieron por el itinerario, tantos como ómnibus pasaron antes de que llegara el que yo necesitaba abordar. Me aburrí de decirle a mi amigo que si no fuera porque había llevado el auto al mecánico, ya había salido por ahí. Al despedirnos, un buen apretón de manos y un abrazo me arrastraron a la fila para subir. Una señora mayor, un señor con una niña, una mujer embarazada, otra señora mayor (con su cabello teñido de un color horripilante), un muchacho y luego yo. Un último pantallazo al cielo y después apoyé el pie derecho en el primer escalón. Al meter la mano en el bolsillo para sacar mi billetera me encontré con un manojo de tres llaves, y un colgante de tela. La estaba examinando con cuidado cuando la voz del chofer me hizo dar un salto, con su elocuente “¡arriba!”. Como pude le entregué los veinte pesos que saqué de la billetera y retiré el boleto. Una laguna mental, que pareció durar horas (aunque sé que no permaneció en mí más de tres segundos) me invadió, y se apoderó completamente de mí. Estaba muy confundido, no podía pensar, no comprendía qué estaba pasando. Yo había llevado el auto al mecánico, pero a qué hora. No recordaba algo de eso. De pronto, sin ni siquiera saber por qué, crucé el ómnibus lo más rápido posible, toqué timbre y me bajé por la puerta trasera. Al bajarme lo entendí.

¡Qué tontería! ¿Dónde tenía la cabeza? ¡Nunca llevé el auto al mecánico! No sé que fue peor, pensar que dejé plantado al pobre señor que esperaba que yo le llevara el auto, o tener tan asumido que se lo había llevado que no vi el vehículo cuando pasé a su lado en el estacionamiento. Caminé veinte cuadras para tomar el ómnibus, mientras mi mente ciega, sorda y muda, ni siquiera se percató de todo lo que pasaba. Yo estaba convencida, juro que lo estaba. Muy consternada comencé a caminar hacia el lugar en donde había dejado mi auto. Llamé a mi casa y avisé que estaba demorado, y que me había olvidado de llevar el auto al mecánico. Ya era tarde para llamarlo, pero tendría que hacerlo temprano en la mañana para pedirle disculpas. La carga que llevaba no era liviana, y el zapato derecho comenzaba a lastimar la parte posterior de mi pie.

Cuando por fin llegué, noté que había dejado la radio encendida. Por suerte, el motor se puso en marcha de todos modos. A pesar de que en mi casa, todos se reían cuando contaba lo que me había pasado, a mi me invadió una gran preocupación. ¿Cómo es que una persona puede autoconvencerse de tal manera que no se dé cuenta que no es cierto lo que cree que hizo o está haciendo? ¿Y si eso nos pasa en otras circunstancias o en otros aspectos de la vida? ¿Y si el episodio se repite y cometo errores más graves? »