domingo, diciembre 23

El aprendiz

« Buenos Aires no estaba cumpliendo con ninguna de las promesas que yo mismo me había hecho al partir de mi pueblo. En las calles de la gran ciudad los rumores de la guerra próxima se escuchaban con más fuerza y las botas de la milicia que el gobierno desplegaba repartían sus pasos volviéndose a fuerza de repeticiones, una parte más del paisaje de sus barrios. Yo ni había encontrado las oportunidades ausentes en mi pueblo, ni había encontrado más que ausencias entre los millones de citadinos asustados que empezaban a acostumbrarse a esa expectativa desgastante que llega a reclamar que estalle la tragedia, con tal de no tener que esperar más su amenaza. Pero aún faltaba para todo eso. Un día, un año, todo era cuestión de cuándo se produjese el primer malentendido entre los voceros de ambos países, o la primera voz de resistencia en el pueblo para que la guerra se hiciera hacia adentro. Sin embargo nadie mencionaba algo de esto, como si el callarlo hiciera que el destino también diera vuelta la cara a lo que vendría, como si el sortilegio silencioso de las multitudes pudiera evitar lo inevitable.

 Entretanto, la señora Ágata estaba ajena al mundo que existía a su alrededor. No le parecía apropiado preocuparse por las cuestiones políticas por más candentes que estas fueran, mientras hubiera pilas de libros que demandaban nuestra atención. O eso al menos pretendía aparentar. Con todo, he de decir que si bien desde el primer momento se decidió como mi protectora y el mismo día en que la conocí me dio un adelanto para poder arrendar una habitación en el Hotel Babel, cuando este aún era un sucio conventillo, y lo suficiente para que acompañara las comidas de la semana, la impresión de su antipatía original fue algo que no me decepcionó.

 - Entiendo que usted es adepto a la lectura – preguntó aquella primera vez mientras yo hincaba mis dientes en la tercera de sus galletas, dando algún sorbo a su té para bajarla por mi garganta.

 - En efecto – contesté -, he sabido tener una biblioteca de varios cientos de ejemplares en mi antiguo hogar.

 -Hum. Shakespeare, Kipling, Cervantes, Homero, Byron, serán nombres conocidos para usted, entonces – dijo clavando los ojos en el fuego de la chimenea mientras atizaba las brasas.

 - Conozco sus obras tanto como para recitarlas lo mismo fielmente que los nombres de mis abuelos.

 -¡Hum! Y diga, jovencito presuntuoso, Saramago, Giardinelli, Galeano, Neruda, Allende y Rice, ¿serán acaso lo mismo que sus tíos y tías?
 
- Y sin embargo respeto sus obras como si lo fueran de mis hermanos y hermanas – retruqué a su embestida.
 
- Pues vaya que tiene una parentela curiosa. Espero que sepa entonces tener a raya las ramas de tan frondoso árbol genealógico. Si no me permito errores propios en el catálogo, no seré más indulgente con usted.

 - Me parece justo, señora.

 -Bien, entonces diga, si yo buscara leer un clásico antiguo pero en letras de un autor moderno, ¿tendría alguna sugerencia de su parte?

 - Algunas. Creo que “Ilión” y la saga a la que da origen este libro de Dan Simmons sería una buena composición a raíz de los poemas homéricos con ese agregado semítico para parte de la mitología futurística que construye. Shakespeare no aporta menos personajes encubiertos o no tanto a la obra, y Hans Moravec se sentiría elogiado de concebir los alcances de sus supuestos. Estimo que Shelley no debe poco al mito del Prometeo heroico que sufre aún en las montañas de Escitia, de hecho, su mismo Frankenstein lo reconoce. También “Alicia en el país de las maravillas” debe mucho a la alegoría de la caverna que Platón siempre…

 - Suficiente. Entendí la idea – interrumpió Ágata, y continuó suspicazmente -. Si en vez de eso le pido un relato histórico y otro ficcional de nuestra actualidad, ¿tendría qué ofrecerme?

 - Eso dependerá del contenido de su biblioteca.

 - Mi biblioteca tiene todo cuanto necesita tener, puede creérmelo.

 - Bien, pues creo que nada más parecido a la actualidad a las intrigas romanas o las vísperas del ascenso de Bonaparte. En cuanto a las ficciones las páginas de 1984 son más que proféticas en…

 -¡Silencio! ¡Silencio! Muerda su lengua antes de seguir – gritó Ágata cerrando los ojos furiosamente y crispando sus manos sobre la mesa, lo que hizo temblar la tetera y a mí saltar de la silla ante su reacción -. Imprudente, recuerde que el anuncio reclamaba una boca cerrada. Con sus últimas palabras ha logrado que quemen mi biblioteca y nos ha puesto a ambos en una celda, sino algo peor. Jamás se sabe quién entra por ese umbral, ya un lector corriente, ya un agente furtivo del gobierno, imposible saberlo. Imposible. Me temo que empezará como aprendiz porque sabe demasiado para otra cosa, y sólo porque aún los aprendices no abundan últimamente. Obsérveme, atienda al orden que doy a los libros, sus géneros y autores, aprenda cómo hablo con los visitantes, y sobre todo, entienda por qué callo lo que callo, y por qué digo lo que digo.

 Poco a poco fui entendiendo lo que me decía, tenía razón, mi lengua imprudente seguramente me habría condenado si me encontraba con la celada de la persona equivocada. Pero aún así tenía que insistir.

 -Sí…he sido precipitado. Pero ¿estoy equivocado, acaso?

 -Por supuesto que no, y espero que estuviera por acudir a su mente Bradbury y su Fahrenheit 451 cuando lo interrumpí; al menos para tener presente lo que pueden provocar sus ligerezas – dijo dirigiéndose a la puerta que daba al salón principal de la biblioteca -. El público vendrá en cuestión de minutos, será mejor que se aseé, empieza a trabajar ahora mismo.

 Al rato me hallaba un poco más presentable y desde entonces me apliqué a conocer el orden de cada autor, de cada obra, de catalogar por año y edición cada uno de los tomos en su lugar correspondiente. Fui tomando nota de los libros que partían y de los que días después volvían a reclamar su lugar. Pero también fui adquiriendo algunos pasatiempos que me permitían los escasos ratos de ocio en la jornada. No puedo precisar el momento exacto, pero sí que no muy lejano a cuando empecé a trabajar en la biblioteca, que también comencé a imaginarme cómo serían las vidas de quienes la frecuentaban, en base a su aspecto, a sus movimientos, a los libros que escogían. Así, los días se sucedían y luego las semanas, y poco a poco fui conociendo a los lectores que llegaban. Algunos de paso, otros volvían para buscar nuevos libros y unos pocos preferían leer en la biblioteca. Y en verdad Ágata había logrado que el salón fuese tan cálido y silencioso, con tan suaves fragancias seductoras y penetrantes de la resina del piso y los estantes, que cualquiera lo pensaba dos veces antes de marcharse.

De todas las personas que pasaban por el salón, María fue una de las primeras que llamó mi atención. La humilde muchacha era una gran adepta de Bécquer aunque nunca se llevaba sus libros. Eso daba mucho para que yo especulara, y sus rizos azabaches que sabían esconder su mirada serena y soñadora, daban un perfecto marco a su piel de marfil y mucho para saber de ella sin saber en verdad de ella. Pero poco después de que empezara a escribir sobre María en mis notas, dejó de venir a la biblioteca.

 Pasó una semana, pasaron dos. He dicho que mi memoria jamás deja escapar nada, ni por muy trivial que a cualquiera pudiera parecerle, y debo decir ahora que mi intuición no es menos cosa que aquella. Unidas ambas, me persiguieron durante esas dos semanas, porque yo había notado algo anómalo en sus movimientos la última vez que nos visitara. Un miedo incipiente debajo de la piel, una mirada casual en busca de auxilio, una palabra antes de despedirse que guardaba un temor hondo que no llega a pronunciarse.

 Decidí investigar qué había sido de ella. Falsifiqué los datos del libro de retiros e hice figurar un pendiente en su poder, de modo de ausentarme con el consentimiento de Ágata y buscarla ».