« Con lo que Borges era dos Borges. Uno, el que se deseaba héroe trágico, esgrimista de cuchillo y hombre de no llorar. El otro era un hijo del papel, un erudito de saberes insólitos; un universalista. De esa mezcla rara salen todas sus historias. Ninguna, o muy pocas, originales en el tema. Todas, absolutamente todas, originales en su manera de narrar y en su redescubrimiento del castellano, tanto del culto como del que inventa la calle a cada momento. Así, en una calle cualquiera de Buenos Aires sitúa un sótano, y en un rincón un Aleph. Un punto, un esfera opalescente donde se puede ver, porque allí confluyen, todas las imágenes del universo. Un Aleph y un sótano que están en manos de un poeta infumable, en el que Borges trasquila a tantos poetas empeñados en encontrar sinónimos absurdos para algo tan sencillo como un color. Y… ¿si es posible ver el todo en un punto, si es posible el milagro de los espejos que nos devuelven nuestra imagen como si fuera de otro, por qué no pensar que los sueños, nuestros sueños, son espejos de otra realidad, tan incuestionable como la nuestra? O que somos la imagen soñada por alguien que duerme, pero, para nuestra tranquilidad, jamás lo sabremos. ¿Y si un día sucede qué? J.L.B. imagina entonces un hombre que sueña un hombre entre las ruinas circulares de un antiguo templo, junto a un río fangoso, y los espejos se miran en los sueños. Solo que no todo es libros en Borges, el ciego, que como una metáfora cuyo sentido aún está por desvelar, era custodio de una biblioteca. También está el otro, el que consagra su vida a la valentía sin necesidad de justificaciones y da muerte hasta encontrar su muerte en el filo de otro cuchillo »
Raúl Argemí