« Yo no afirmo, ni mucho menos, que las personas extraordinarias deban siempre entregarse a toda clase de excesos, como usted dice. Me parece, incluso, que no se habría permitido la publicidad de un artículo semejante. Me limité simplemente a indicar que el hombre "extraoridinario" tiene derecho (entiéndase que no se trata de un derecho oficial), tiene derecho a decidir, según su conciencia, si debe salvar ciertos obstáculos, únicamente en el caso exclusivo de que la ejecución de su idea (a veces puede resultar salvadora para toda la humanidad) lo exija. Usted afirma que mi artículo no es claro; estoy dispuesto a aclarárselo en la medida de lo posible. Probablemente no me equivoco al suponer qué es lo que desea. Permítame. A mi parecer, si los descubrimientos de Kepler y de Newton, a consecuencia de determinadas circunstancias, cualesquiera que fuesen, no hubieran podido convertirse en patrimonio de la humanidad sin el sacrificio de un hombre, de diez, de cien o más hombres, que hubiesen sido obstaculo para la comunicación del descubrimiento a los demás, Newton habría tenido derecho a “eliminar” a esas diez o cien personas; habria estado incluso obligado a hacerlo. De ahí no se sigue, ni mucho menos, que Newton tuviera derecho a matar a quien le pareciera, a derecha y a izquierda, o a robar a diario en el mercado. Recuerdo que, más adelante, desarrollo en mi artículo la idea de que, digamos, por ejemplo; los legisladores y ordenadores de la humanidad, empezando por los más antiguos y continuando por los Licurgo, los Solón, Los Mahoma, los Napoleón y asi sucesivamente, todos sin excepción fueron criminales por el simple hecho de que, al promulgar una nueva ley, infringían, con ello, la ley antigua, venerada como sacrosanta por la sociedad y recibida de los antepasados: claro es que no vacilaron en derramar sangre, si la sangre (a veces completamente inocente y vertida con sublime heroísmo por defender la ley antigua) podía ayudarles en su empresa. Maravilla incluso pensar hasta qué punto la mayor parte de dichos ordenadores de la humanidad han sido sanguinarios. En una palabra, llego a la conclusión de que todos los hombres, no ya grandes, sino que se destaquen un poco de lo corriente, o sea los que estén en condiciones de decir algo nuevo, por poco que sea, necesariamente han de ser criminales por propia naturlaeza, en menor o mayor grado, claro es. De no ser así, les resulta muy difícil salir del camino hollado, como ya he dicho, y a mi modo de ver, incluso están obligados a no conformarse. En una palabra, como usted ve, en lo que digo no hay algo singularmente nuevo. Son cosas que se han escrito y leído miles de veces. En lo que concierne a mi división de los hombres en ordinarios y extraordinarios, estoy de acuerdo en que es algo arbitraria; pero yo no insisto en lo que se refiere a las cifras. Creo que mi idea es justa en lo fundamental, o sea, en considerar que las personas, según ley de la naturaleza, se dividen en general en dos categorías: personas de categoría inferior (ordinarias), como si dijéramos personas que constituyen un material que sirve exclusivamente para la procreación de seres semejantes, y en personas propiamente dichas, es decir, en seres humanos que poseen el don o el talento de decir una palabra nueva en su medio. Se sobrentiende que las subdivisiones son infinitas, pero los rasgos diferenciales de las dos categorías resultan bastante acusados: hablando en términos generales, tenemos que las personas de la primera categoría, es decir, el material, son por su naturaleza conservadoras, ceremoniosas, viven en obediencia y gustan de ser obedientes. A mi modo de ver, están obligadas a serlo, porque tal es su sino, y en esta condición no hay algo humillante para ellas. La segunda categoría, formada por personas que pasan por encima de la ley, son destructoras o están inclinadas a ser así, según su capacidad. Sus crímenes, como es natural, son relativos, y presentan muchas variedades; en su mayoría, por medio de declaraciones sumamente diversas, tales hombres recaben la destrucción del presente en nombre de algo mejor. Pero si para el cumplimiento de sus ideas necesitan pasar, aunque sea por encima de un cadáver, y han de derramar sangre, a mi modo de ver, y sin remordimientos de conciencia, que han de permitirse pasar por encima de la sangre, aunque siempre a tenor de la idea y de su dimensión, no lo olvide. En este sentido, y sólo en éste, hablo en mi artículo del derecho de tales personas al crimen (recuerde que nuestro punto de partido ha sido un problema jurídico). De todos modos, no hay por qué inquietarse mucho: la masa casi nunca reconoce ese derecho a tales hombres, los decapita y los ahorca (más o menos), y con ello cumple con justicia su "función conservadora", lo cual no es obstáculo para que en las siguientes generaciones esa misma masa coloque a los decapitados en un pedestal y los venere (más o menos). La primera categoría es siempre dueña del presente; la segunda, lo es del futuro. Las personas del primer grupo conservan el mundo y lo multiplican numéricamente; las personas del otro grupo lo mueven y lo llevan a su fin. Unas y otras tienen exactamente el mismo derecho a existirn. En una palabra, para mí tienen un derecho qeuivalente, y VIVE LE GUERRE ÉTERNELLE, ¡hasta la nueva Jersualén, se entiende! »
Fiódor Mijáilovich Dostoievski