« Supo tan pronto entré en la habitación corriendo y tembloroso que era momento de la despedida. Cruzamos una mirada, la última de nuestras vidas, batallando sobre una decisión que no tenía marcha atrás. La tomé por el brazo y la llevé casi obligándola al patio trasero, aferrándome a la frialdad que la guerra nos había obsequiado para no llorar. Sin mirarla a los ojos, me acerqué a su rostro y le susurré con fiereza que huyera sin mirar atrás. Impotente, se dio la vuelta y echó a correr colina abajo, dejando tras de sí unas huellas que solo mi alma podría seguir una vez la libraran del cuerpo maldito que la retenía. Hice un esfuerzo sobrehumano para no llamarla. Amordacé mi corazón para evitar vociferar que la guerra no era guerra cuando ella me abrazaba, que el odio era mentira cuando ella me besaba, que el amor era dolor si ella ya no estaba, que sin su aliento mi existencia era un absurdo, que mi vida era vida cuando vivíamos los dos como uno solo. Momentos después, los nazis me encontraron y empezaron su festín. Burdos empleados de la muerte especializados en herir, ignorando que ya no había en mí algo por dañar. Me dieron un tour por mi propio hogar mientras destruían cuanto encontraban a su paso y golpeaban el esquelético bulto judío en que me convertí. Finalmente me sacaron fuera de la vivienda y me mostraron dichosos cómo prender fuego a un hogar. Luego me vendaron los ojos y oí el movimiento de sus armas alzándose contra mí. Aguardé, con el corazón desbocado, el fin de la función. Escuché. Escuché la burla, el conteo regresivo, las voces de sorpresa. Y entonces, el impacto en mi mano. Pero no fue certero ni abrasador como cabría esperar. Fue un roce trémulo, frío. Un contacto tímido entrelazándose con mis dedos, despertando nervios juveniles y un centenar de recuerdos felices. Incrédulo, palpé, sentí y elevé la cara un poco, buscando con mis labios la prueba final para creer en su regreso. Allí, en medio de mi ceguera, mi boca vio su razón de ser. Hallé ante mí el motivo de la alegría en medio del caos y la desolación. Por extraño que parezca, ese fue el momento más feliz de mi vida. Los eventos más inesperados son capaces de albergar la fuente del éxtasis absoluto. Mi Dama y yo nos entregamos el uno al otro, ajenos al mundo que se desmoronaba a nuestro alrededor. Así, enlazados como uno solo, acogimos el abrigo de la ráfaga que sacudió nuestros cuerpos. Y caímos para por fin descansar sobre la nieve, nieve roja sobre una colina violeta »
Jef Volkjten