jueves, octubre 18

El buscapleitos

« Simón Mason ha sido acusado de molestar a unos compañeros. Pero la subdirectora de la escuela, una maestra muy observadora, tiene sus dudas sobre quién molesta a quién, pues sabe que Simón es un niño impopular y tímido. Para darle seguridad, lo nombra encargado de las mascotas de la escuela, un privilegio que no le durará mucho tiempo porque Simón la hace quedar mal. O al menos eso parecen indicar todas las evidencias. Aún así, la maestra continúa con sus pesquisas. Sin embargo, para Simón ha llegado la hora decisiva: ha sido enjuiciado y condenado por sus compañeros a un castigo que no está dispuesto a sufrir. ¿Saldrá a relucir la verdad o tendrán que decidirse más mentiras? »
« 72. Curiosamente, fue sencillo. Cuando sonó el timbre, corrió a la puerta, ignorando el grito furibundo de la señora Earnshaw. Voló entre los niños que salían de los salones para recoger sus abrigos del pasillo, y salió al patio en menos de veinte segundos. Cruzó por la reja tan aprisa que por poco lo atropella un auto, no obstante la reja exterior cuyo propósito era evitar que ocurrieran tales accidentes, y para cuando el primer grupo de niños había salido a la banqueta, él se hallaba a doscientos metros y mantenía el paso. Llegó a casa media hora antes que cualquier otra vez que recordara. Su madre estaba en casa y se sorprendió de verlo. Ella también pasó la tarde preocupada y volvió del trabajo lo antes posible.

Había decidido prepararle un té muy sabroso, hamburguesas con papas fritas y los repugnantes chícharos enlatados que tanto le gustaban. La visita de la señorita Shaw la había alterado mucho, así que decidió estar tranquila, ser amable y hablar con Simón de manera racional sobre todo el asunto para averiguar qué estaba ocurriendo.

En cuanto se miraron, todo empezó a marchar mal. El problema es que Simón también quería contarle. Quería contarle sobre Ana y Rebeca y cómo lo maltrataban, sobre Butch y cómo había matado al gerbo, sobre cómo lo habían provocado a la hora del almuerzo hasta que había perdido los estribos y había tirado los sandwiches de David Royle. Jamás lo hubiera admitido, pero quería abrazarla y llorar a mares.

Estaba parada frente a él, pálida, con el delantal puesto y la lata de chícharos abierta en la mano. Al verla, la boca le empezó a temblar y se le abrió. Trató de hablar, de echarlo fuera, pero sólo pudo emitir un sonido desagradable que le hacía temblar la garganta.

—Me —dijo—. Me... Hay unos niños...

73. Ella lo miraba. De la fosa nasal izquierda le empezó a escurrir un moco que se infló en una burbuja. Se limpió la cara con la manga de la chamarra y dejó un rastro que le cruzaba la mejilla. Algo en ella se rompió. —¡Otra vez andas de buscapleitos! —vociferó. Alzó la mano con un movimiento impulsivo y los chícharos volaron de la lata en una masa pegajosa y babosa. Cayeron sobre la estufa y la mesa de cocina y escurrieron al piso—. ¡Vino tu maestra y me contó todo! ¡Me has vuelto a decepcionar! Oh, Simón, ¿por qué lo haces? ¿Por qué?

Los ojos de Simón estaban tan abiertos como su boca. Estaba completamente horrorizado. —¿Qué maestra? —preguntó, jadeante—. ¿Quién?
—¡No importa quién! Pudo haber sido cualquiera, ¿no? ¡Me has estado mintiendo, has vuelto a mentir! ¡¿Qué has estado haciendo, muchacho del demonio?!
—¡Nada! —gritó—. ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! ¡¿Por qué no me crees, por qué le crees a esa vaca?! ¡Ellos me han estado molestando a mí, no yo a ellos!
—¡Mentiroso! ¡La mujer vino a verme en su auto! ¡Dijo que habías vuelto a las andadas! ¡Buscapleitos!

Sólo podía tratarse de la señorita Shaw. La señora Masón golpeó la lata sobre la mesa y Simón se acobardó, retrocediendo hasta el marco de la puerta. Ella se llevó la mano al pelo, salpicándose del agua verde de los chícharos, y él se apartó más, deslizándose de espaldas a la pared. No estaba asustado: seguía horrorizado. Sólo podía tratarse de la señorita Shaw, y había dicho que era una vaca, pero no era lo que pensaba de ella.

De algún modo, por improbable que fuera, pensó que estaba de su lado. Estaba equivocado...

74. Cualquier peligro de que su madre lo golpeara había pasado. Se había quedado inmóvil, con el brazo cubierto de chícharos y baba, exhausta. —¿Por qué lo haces, cariño? —preguntó—. ¿Por qué me haces esto, Simón?

Él se volvió y echó a correr hacia la calle. No entró en la mina, sino que subió la colina donde se había cavado el pozo. Se arrastró bajo un arbusto y miró el mar por entre las ramas espinosas. Había algunos veleros multicolores, pero ya nada le interesaba. Sólo pensó en Diggory... »


Jan Needle