« Fue el siglo más corto, dijo memorablemente el historiador inglés Eric Hobsbawm. De Sarajevo a Sarajevo. De 1914 a 1994. Pero si es cierto que el larguísimo siglo XIX se extendió de la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial, el brevísimo siglo XX, que comenzó con 'los cañones de agosto' de 1914, título de un gran libro de Barbara Tuchman, en realidad terminó con la caída del muro de Berlín en 1989, frontera final de la guerra fría.
La potencia mayor demostró su impotencia y la impotencia mayor demostró su potencia: ¿Carecemos de inteligencia jurídica y diplomática para responder a este desafío?
Equilibrio de terror, esferas de influencia, maniqueísmo ideológico, mundo bipolar dominado por la rivalidad de las dos superpotencias, los EE UU de América y la Unión Soviética. Qué lejano, qué nostálgico nos parece hoy ese universo del equilibrio nuclear, a la luz de los terribles acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. Se habló del paso a un mundo multipolar, extraña cabeza de la hidra en la que, además de Rusia y los EE UU, la Comunidad Europea, América Latina, África y Asia serían nuevos centros de poder. La realidad fue otra: del mundo bipolar pasamos al mundo unipolar, dominado, desde Washington, por una sola gran potencia. En vez de la cabeza de la hidra, la mirada de la Medusa, capaz de convertir en piedra a cualquier nación que la desafíe.
Se habló del triunfo de la globalidad, basada en un mercado mundial de prosperidad creciente y valores económicos, políticos y culturales identificados con la democracia, portadora de valores resistentes a la uniformización, y de culturas como fuerzas visibles que darían voz a las agendas pospuestas por medio siglo de guerra fría. Pero no se previó con suficiencia que la globalidad en sí misma no daría sus frutos sin la prevalencia del derecho y que una globalidad sin reglas conduciría a desequilibrios peligrosos y a injusticias perpetuadas. En 1999, el presidente Bill Clinton le rocordó a la Asamblea General de la ONU que más de mil millones de seres humanos viven con menos de un dólar diario y que cada año cuarenta millones de hombres, mujeres y niños mueren de hambre en nuestro mundo feliz. El veinte por ciento de la población mundial consume el noventa por ciento del producto mundial. Las cifras de la injusticia abundan, todos las conocen, pero cuando no se responde a la injusticia con indiferencia se responde con esfuerzos humanitarios loables, pero insuficientes.
Pero así como la globalidad demostró sus carencias, la localidad no tardó en enseñarnos las suyas: regresiones a oscuras certidumbres, fatalismos aberrantes, fobias latentes, nacionalismos agresivos, fundamentalismos religiosos, limpieza étnica, tribalismo intolerante.
Son éstos los mundos que chocaron trágicamente sobre las metrópolis norteamericanas el 11 de septiembre: los vicios de la globalización irrestricta dominada por una sola potencia y los vicios de la localización irrestricta dominada por tribalismos intolerantes. En Nueva York y Washington sucedió que la potencia mayor demostró su impotencia y la impotencia mayor demostró su potencia.
La potencia mayor demostró su impotencia y la impotencia mayor demostró su potencia: ¿Carecemos de inteligencia jurídica y diplomática para responder a este desafío?
Equilibrio de terror, esferas de influencia, maniqueísmo ideológico, mundo bipolar dominado por la rivalidad de las dos superpotencias, los EE UU de América y la Unión Soviética. Qué lejano, qué nostálgico nos parece hoy ese universo del equilibrio nuclear, a la luz de los terribles acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. Se habló del paso a un mundo multipolar, extraña cabeza de la hidra en la que, además de Rusia y los EE UU, la Comunidad Europea, América Latina, África y Asia serían nuevos centros de poder. La realidad fue otra: del mundo bipolar pasamos al mundo unipolar, dominado, desde Washington, por una sola gran potencia. En vez de la cabeza de la hidra, la mirada de la Medusa, capaz de convertir en piedra a cualquier nación que la desafíe.
Se habló del triunfo de la globalidad, basada en un mercado mundial de prosperidad creciente y valores económicos, políticos y culturales identificados con la democracia, portadora de valores resistentes a la uniformización, y de culturas como fuerzas visibles que darían voz a las agendas pospuestas por medio siglo de guerra fría. Pero no se previó con suficiencia que la globalidad en sí misma no daría sus frutos sin la prevalencia del derecho y que una globalidad sin reglas conduciría a desequilibrios peligrosos y a injusticias perpetuadas. En 1999, el presidente Bill Clinton le rocordó a la Asamblea General de la ONU que más de mil millones de seres humanos viven con menos de un dólar diario y que cada año cuarenta millones de hombres, mujeres y niños mueren de hambre en nuestro mundo feliz. El veinte por ciento de la población mundial consume el noventa por ciento del producto mundial. Las cifras de la injusticia abundan, todos las conocen, pero cuando no se responde a la injusticia con indiferencia se responde con esfuerzos humanitarios loables, pero insuficientes.
Pero así como la globalidad demostró sus carencias, la localidad no tardó en enseñarnos las suyas: regresiones a oscuras certidumbres, fatalismos aberrantes, fobias latentes, nacionalismos agresivos, fundamentalismos religiosos, limpieza étnica, tribalismo intolerante.
Son éstos los mundos que chocaron trágicamente sobre las metrópolis norteamericanas el 11 de septiembre: los vicios de la globalización irrestricta dominada por una sola potencia y los vicios de la localización irrestricta dominada por tribalismos intolerantes. En Nueva York y Washington sucedió que la potencia mayor demostró su impotencia y la impotencia mayor demostró su potencia.
Puede formularse una lista de agravios que suma los sufrimientos impuestos a sociedades enteras por la política imperial de los EE UU en Centroamérica, Vietnam y el Oriente Próximo, y a sus propios pueblos por los gobiernos represivos de China, Rusia, Irak, Irán, Argentina o Chile. Puede recordarse la ceguera rayana en la oligofrenia de los gobiernos norteamericanos que alimentaron con leche a las víboras que luego les respondieron con veneno. Sadam Hussein es un producto de la diplomacia norteamericana para limitar y cercar a los ayatolas triunfantes e intolerantes de Irán. Osama Bin Laden es un producto de la diplomacia norteamericana fortalecido para contrarrestar la presencia soviética en Afganistán. De Castillo Armas, en Guatemala, a Pinochet, en Chile, fue la diplomacia norteamericana la que implantó a las más sanguinarias dictaduras de la América Latina. Y en Vietnam, aunque se enfrentaron ejércitos, la población civil fue la víctima más numerosa y fatal del enfrentamiento, hasta convertir la excepción de ayer -Guernica, Coventry, Dresde- en la regla de hoy: las principales y a veces las únicas víctimas de los conflictos actuales son civiles inocentes.
Estaba yo en Santa Fe dando unas conferencias cuando ocurrió el ataque terrorista contra Washington y Nueva York. Santa Fe nunca será objeto de un ataque destructor. Su encanto provinciano, recoleto, indio, español y americano, la salva de la tentación destructiva. Pero allí mismo, en Nuevo México, se sentía igual que en Manhattan el dolor ante la muerte de los inocentes. El 'ataque a América' que sirvió de lema a todas las transmisiones de televisión fue un ataque a hombres, mujeres y niños concretos; fue un ataque a padres e hijos, a abuelos y hermanos, a amigos y compañeros de trabajo... Esto es lo intolerable, esto es lo que rebasa toda racionalidad. Son los niños palestinos asesinados por las fuerzas vengativas de Ariel Sharon. Son los jóvenes israelíes asesinados por las fuerzas fuera de control de Yasir Arafat. Son los civiles sin rostro muertos por las 'bombas inteligentes' que los EE UU llovieron sobre Bagdad...
Aflora la fácil tentación de la venganza babilónica, la ley de Hamurrabi, la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente. Es la salida fácil. Es la salida inútil. Es la represalia que provoca la nueva represalia, en una espiral incontenible de violencia que puede englobarnos a todos. Es la represalia norteamericana contra un enemigo sin rostro que alienta y justifica las represalias rusas contra Chechenia y las represalias chinas contra sus etnias septentrionales. Es la represalia que, como la mancha de sangre de Macbeth, se extiende hasta ahogarlo todo, incluso el sueño.
El problema para los EE UU es vengarse sin saber de quién, atacar sin saber a quién. La tentación de darle rostro al enemigo invisible es muy grande y pueden pagar justos por pecadores. No es ése el camino. Es demasiado fácil. Es demasiado irreflexivo. Es demasiado peligroso. Justifica represiones, vendettas, la mística de la cruzada contra lo diferente...
Pero, sobre todo, hablar de 'represalias' es obviar el tema que reclama nuestra atención concentrada si vamos a convivir civilizadamente en el siglo XXI. Ese tema -lo ha venido proclamando desde que cayó el muro de Berlín- es crear una nueva legalidad para una nueva realidad. El fin de la historia proclamado por Francis Fukuyama hace una década, hoy suena a broma. Lejos de terminar, la historia se ha vuelto tan rápida, el espacio tan grande y el tiempo tan breve que todas las formas forjadas durante un milenio -Estado, Nación, Sociedad Civil, Soberanía- se están disolviendo, en tanto que se han reafirmado tribus, clanes, cotos lingüísticos y religiosos. La globalidad no ha logrado crear una legalidad que gobierne por igual a los Estados nacionales dañados y a los tribalismos locales resurrectos.
El 'enemigo' no tiene cara. Pero, acaso la tiene el 'amigo'. Decir que quien siembra vientos cosecha tempestades no basta para suplir el inmenso dolor de la muerte de los inocentes en Nueva York y Washington. Pero confrontar a los EE UU con sus obligaciones internacionales sí le da un rostro a la posibilidad de una nueva legalidad para una nueva realidad. Si Estado, Nación, Comunidad Internacional, no se comprometen con Legalidad superior a las fuerzas del mercado y del crimen, éstas se impondrán con la fuerza de la fatalidad invisible. Los EE UU de América no podrán quejarse de un ataque sangriento, vil y artero como el del 11 de septiembre si los EE UU de América se excluyen de la legalidad internacional, reniegan de los tratados de protección del medio ambiente, privilegian a compañías explotadoras del equilibrio natural, rehúyen sujetarse a las normas de la justicia internacional propuestas por el Tribunal de Roma en nombre de una soberanía que le niegan a los más débiles, y rompen el balance militar mantenido desde 1972 por el tratado ABM con un delirante proyecto de escudos antimisiles que no sirven un puro carajo frente a una docena de terroristas armados con 'cuchillas de mantequilla' a bordo de un jet comercial...
Si los EE UU quieren en verdad combatir el terrorismo que tan impunemente le ha llagado su corazón nacional deben aprovechar esta trágica oportunidad para unirse a los esfuerzos encaminados a sancionar legalmente los crímenes de guerra y los abusos contra los derechos humanos, reforzar a los organismos internacionales, sumarse a las medidas protectoras del medio ambiente, encabezar las campañas para la erradicación de la pobreza, el hambre, la enfermedad y el analfabetismo en un mundo cada vez más injusto, más dividido, más explosivo, verdadero caldo de cultivo para criminales como los que el 11 de septiembre se rieron de la coraza antimisiles, se rieron de la CIA y su notoria falta de inteligencia, se rieron de la incapacidad toda de la única gran potencia para vivir fuera del sueño embriagante de su propio poder y sumarse, al fin, a la construcción de una nueva legalidad para una nueva realidad.
Han caído las jurisdicciones de antaño. El terrorismo, el crimen organizado, el imperio de la droga, rebasan toda jurisdicción; crean jurisdicciones propias fuera de todo alcance. Nueva legalidad para una nueva realidad: ¿carecemos de inteligencia jurídica y diplomática para responder a este desafío?, ¿carecemos de la inteligencia negociadora para ir desmontando los mecanismos de conflicto que provoca el terrorismo?, ¿carecemos de la voluntad de negociación para allanar, una a una, las avenidas hoy obstruidas hacia la paz y la legalidad en Oriente Próximo, en Irlanda del Norte, en el País Vasco? Tarea lenta, a veces desesperante, pero que nunca debe ser desesperada ».
Carlos Fuentes