« Rodábamos por el camino polvoriento, haciendo bromas para distraer nuestras preocupaciones. Yo iba fascinado y silencioso; mi cabeza y mi corazón, activísimos. Sentía el impulso popular y redescubría campos y pueblos que de niño había recorrido muchas veces a caballo. En una vuelta del camino, salta a lo lejos el Volcán de Agua. No lo había visto en un cuarto de siglo y él tenía mi niñez, mis padres jóvenes, la Antigua. Arrullé el Volcán con los ojos mientras apretaba el 30-30 entre mis manos y no sabía lo que decían mis compañeros. Como si hubiera encontrado un tierno hijo perdido para siempre. El coche corría descubriéndome paisajes para mi únicos en el mundo, y sus recuerdos, para mi únicos en el mundo. Allá, al pie del Volcán de Agua, Antigua y la casa de mis padres, donde habría deseado vivir toda la vida y morir toda la muerte. Mi madre, viuda ya, en el viejo caserón, escuchando la eterna cantata del agua verdinegra en la fuente del jardín, jubiloso de flores y enredaderas. La sombra de mi padre por los corredores, la sombra de mis hermanos, niños, y la mía, jugando y gritando. Oía el repique de las llaves de mi madre, prendidas a la cintura, y veía sus manos trabajar la tierra de begonias y rosales. Llegaría a ella, al seno materno, a mi madre y a mi pueblo, al día siguiente. Ahora nos encaminábamos a la Capital.
Aparecieron las primeras casas de vivos colores de cal, los techos de teja manchados de hongos, la calle empedredada, la fuente de la Concepción, el convento y la iglesia en ruinas. Al otro lado de la calle, con la puerta entreabierta que me dejó ver el jardin, la casa de mis abuelos, en donde niño hice correrías y jugue al circo acompañado de amigos inolvidables, mientras mis preciosas primas sonreían a nuestras proezas infantiles.
Aparecieron las primeras casas de vivos colores de cal, los techos de teja manchados de hongos, la calle empedredada, la fuente de la Concepción, el convento y la iglesia en ruinas. Al otro lado de la calle, con la puerta entreabierta que me dejó ver el jardin, la casa de mis abuelos, en donde niño hice correrías y jugue al circo acompañado de amigos inolvidables, mientras mis preciosas primas sonreían a nuestras proezas infantiles.
Cuando bajé en la esquina más proxima a casa, reconocí las piedras gastadas por mis zapatos, el silencio, las manchas de los muros de Catedral, los caños de agua, las ventanas. Recordé con total precisión el dibujo del cemento de las aceras de mi casa. Y frente a la puerta que no había pasado en tantos años, recordé el llavín, corto y redondo, y como darle vuelta para abrir; la manita del tocador, el buzón, la madera, la cuerda para abrir la puerta sin tocar. Al fondo de la calle, el triángulo perfecto del Volcán de Agua, enorme, sereno y azul, como siempre, sin una cana, una nube engalanando la cima dorada por el sol de la tarde. Tiré de la cuerda, empujé la puerta y entré con el corazón en la boca ».
Luis Cardoza y Aragón