martes, octubre 2

Dalí o el antioscurantismo

« La psicología tiene por principio y tradición el considerar cada facultad como dotada de vida propia. Extravagancia analítica bien presta a pasar de lo abstracto a lo concreto y por ejemplo, ver en los sentidos no sólo una amplia obertura de variadas y concordantes luminosidades, sino una marquetería de entidades de la que el punto más esplendoroso convertiría en despreciables a los demás, de tal forma que los ojos de un pintor puestos en un plato, continuarían siendo los ojos de ese pintor, y lo mismo con la oreja de un músico, pabellón auditivo y cavidad interna desgajados de la cabeza para ser depositados en un cofrecillo enguatado. Se trata de percibir o de asimilar, juzgar lo que se ha percibido, la especialización ha castrado a su dueño. Quien se sitúe sin tomar postura, sin acción sobre su mundo, nunca encontrará ese mundo inteligible. De ahí pues el oscurantismo, siempre que se aguarde esperanzadamente algo de las migajas de sí mismo desparramadas voluntariamente buscando en ellas amago de sensaciones o lentejuelas de ideas, con la soñada esperanza de una síntesis a imagen y semejanza de la hormiguita del cuento. Así pues, puede que aparezca un día, no habiendo sido más que una hipótesis provisional y contradictoria (y que no tendría más razones que el empirismo, para un tiempo determinado, en ciertos medios de investigación), la distinción que entes milenarios habían creído fundamental entre el mundo material y el mundo espiritual. Lo que no querría decir que los idólatras de la materia hayan tratado de encontrar el nervio del bistec, ese alma que un cirujano se jactaba de no haber podido hallar su escalpelo, ni que tal o cual superstición implique el riesgo de hacer reposar el brazo de un manco.

(…)

Así pues, porque Dalí nunca dejará que las brumas sentimentales obscurezcan su visión ni volver a la niebla su contrario, ese gran cristal de roca del amor, ese bloque luminoso de detalles exactos, que pasa su mirada sobre las fábulas que la humanidad creía definitivas, será así yugulado el conformismo tradicional que, desde tiempos inmemorables las había inmovilizado. Como Freud resucitó a Edipo él ha resucitado a Guillermo Tell. Ese personaje silvestre que apunta la ballesta a una manzana en la cabeza de su hijo y cuyo amor paterno no se subleva mucho más que el de Abraham sacrificando a Isaac o el de Dios padre a Jesucristo, ese Guillermo Tell resucitado en pinturas y poemas, coronado de rosas, un pecho de mujer bamboleándose en un torso contorneado, y el pene fuera del calzón, más rugoso que las ramas a lo largo de las cuales trepa, un pan entre los dientes, porque bien merece dar su nombre a algún complejo, tendrá el más bello monumento de los simulacros en la plaza de la ciudad dialéctica, que de los dedos, la pluma, los pinceles, la palabra, los sueños, el amor de Dalí, a todas horas, sean vínculo de metamorfosis »
 René Crevel