« Pero lo mejor de ese museo era que todo estaba siempre en el mismo sitio. Nadie se movía. Podías ir allí cien mil veces y el esquimal habría acabado de pescar esos dos peces, los pájaros seguirían camino hacia el sur, los ciervos seguirían bebiendo en esa charca con esos cuernos tan bonitos y esas patas tan bonitas y tan finas que tenían, y esa squaw con el pecho al aire seguiría tejiendo esa misma manta. Nada era diferente. Lo único diferente eras tú.
No es que fueras mucho mayor o algo así. No era eso exactamente. Eras diferente, eso es todo. Esta vez llevabas abrigo. O el crío que había sido tu pareja en la fila la última vez tenía escarlatina y tenías una pareja distinta. O era una sustituta la que llevaba la clase en lugar de la señorita Aigletinger. O habías oído a tu padre y a tu madre tener una pelea horrible en el baño. O acababas de pasar en la calle junto a uno de esos charcos que tenían un arco iris de gasolina, Quiero decir que de algún modo eras diferente, no puedo explicar lo que quiero decir. Y aunque pudiera, no sé si me apetecería explicarlo.
(...)
Eso es lo malo. Que no hay forma de dar con un sitio bonito y tranquilo porque no existe. Puedes creer que existe, pero una vez que llegas allí, cuando no estás mirando, alguien se cuela y escribe «Que te jodan» delante de tu nariz. Prueben y verán »
Jerome David Salinger