viernes, marzo 16

El principio de D’Alembert

« Saturno

No entiendo las cosas que me cuentan aquí, pero sí advierto que la sabiduría más excelsa que está al alcance de los seres humanos es para estas personas poco más que el saber de los perros. He procurado hablarles de nuestro arte, nuestra ciencia, nuestra cultura. Mostraron interés, pero no vieron algo notable en nuestras ideas. Nuestro arte y nuestra ciencia eran una estilización de nuestros instintos, nada más. Si un perro pudiera escribir una novela, consistiría en muchos ladridos y gruñidos y en muchos movimientos de rabo. ¿Nos interesaría el valor dramático de tales emociones? La galería de arte de los perros estaría llena de retratos de su especie, o de campos adecuados para correr por ellos; su música sería la orquestación de una sucesión de aullidos. ¿Nos interesaría cualquiera de esas cosas? La historia de los perros sería un relato de territorios reclamados y marcados de la manera con la que todos estamos familiarizados, y de peleas en callejones; sus héroes serían los luchadores con más éxito, los productores de mayor cantidad de orines. ¿Es ésa la historia que nos gustaría enseñar a nuestros hijos?

Los habitantes de este mundo tienen su arte propio, su ciencia y su cultura; pero nada de ello posee significado alguno para mí. Ven los logros de Shakespeare o de Newton como las habilidades del animal que pastorea las ovejas, o de otro que ha aprendido a abrir puertas. Si consiguen enseñarnos algo, será una hazaña comparable a la de lograr que un perro camine sobre las patas traseras. En el mejor de los casos, quizá lleguemos a parecer, en nuestros fieles intentos de seguir su senda sin entenderla, una cómica imitación de nuestros profesores.

En cuanto a que estos seres sean buenos o malos, liberales ilustrados o déspotas tiránicos, risueños o melancólicos, nada de todo ello me resulta claro. Los considero benévolos y parecen contentos, pero quizá sea una ilusión y sus almas alberguen angustias y frustraciones secretas que son para mí tan invisibles como las de un padre para su hijo de corta edad.

He recorrido grandes distancias, he visto muchas cosas y sólo he aprendido que nada sé y que debo dudar de todo. ¿Por qué tendría que haber esperado que el universo fuera inteligible? Todos los mundos que he visitado contradicen a algún otro, toda realidad implica la imposibilidad de las demás alternativas. Quizá todo es falso y carece de consistencia, el universo mismo no existe excepto como reflejo deformado del alma polifacética que lo observa, y mi propia vida no ha sido más que una visión fugaz, una figura entrevista en la región mal definida entre imágenes sucesivas en una multiplicidad de reflejos ».



Andrew Crumey