« Pasaba horas y horas repasando mis recuerdos. Pensaba en las ocasiones en las que me había sentido feliz e infeliz, aquellas en las que había estado más cerca de sentir que había un futuro. Cuanto más pensaba más claro se me aparecía el paisaje moral. Daba la impresión de que había dos mundos. Uno de ellos era básico y sensual, un lugar a escala humana lleno de pequeñas tareas y placeres, en el que se construía cosas, se comía bien y te podías tumbar al sol y hacer el amor. En ese mundo, las relaciones humanas eran muy simples. El deseo de dominar, de poseer y de controlar no existía. El otro mundo, el mundo de la Ley y la Guerra y las Instituciones, era un lugar extraño y abstracto. En ese mundo paralelo yo era una persona violenta y tenía que recibir castigo porque la violencia era monopolio del Estado. Al parecer yo había autorizado al gobierno británico para distribuir violencia de mi parte, y eso hacía él, a través de sus numerosos brazos oficiales: el ejército, la policía, los guardas de Pentonville. El problema era que yo no recordaba haberles dado nunca mi consentimiento ¿Qué papel había firmado? ¿Dónde había dicho que deseaba regular mis costumbres, controlar mi comportamiento sexual y esforzarme por mejorar una serie de variopintos juegos abstractos cuyas reglas estaban establecidas desde antes de que naciera? El Estado alegaba que era una expresión de la voluntad democrática del pueblo. Pero ¿Y si no lo era? ¿Y si el Estado no era más que un parásito, un vampiro que se alimentaba de nuestra vida común y de mi propia vida en concreto? »
Hari Kunzru