martes, mayo 15

Los objetos nos llaman

« Mi madre tenía una muñeca rusa que le había traído mi padre de París. A mis hermanos les enloquecía que al abrirla apareciera dentro otra muñeca idéntica. Pensaban que era el colmo de lo anormal. Yo, más ingenuo, creía que los seres humanos estábamos constituidos de ese modo. 

Así, dentro de mi profesor de matemáticas habría otro profesor de matemáticas un poco más pequeño y otro y otro y otro… Tenía un compañero cojo, de nombre Antonio, que se caía a veces por la escaleras. Yo siempre esperaba que se rompiera para ver salir de él a un pequeño ejército de antonios cojeando por las dependencias del colegio. Aunque luego, en la asignatura de ciencias naturales, me dijeron que por dentro estábamos hechos de otro modo, siempre me imaginé a mí mismo lleno de juanjos que disminuían de tamaño a medida que se acercaban a lo más profundo de mí mismo. 

Ya de mayor, cuando al estudiar preceptiva literaria intenté comprender las diferencias entre continente y contenido, me acordé con frecuencia de la muñeca rusa y comprendí que no hay contenido más eficaz que el propio continente, pero no he logrado llevar esa idea a la literatura. Aún sabiendo, teóricamente al menos, que en el fondo sólo hay forma, me relaciono con el mundo como si fueran cosas diferentes. Por eso, cuando en los anaqueles de una tienda veo una muñeca rusa, la abro y la abro hasta el final con la esperanza de encontrar algo diferente a la propia muñeca. Pero nunca aparece. Y quizá sea ése su secreto. No se sabe de nadie que pase con indiferencia ante uno de esos artefactos, pese a que no hay tampoco alguna posibilidad de que su apertura nos depare una sorpresa. 


La muñeca rusa de mi madre estaba en una especie de tocador que había en su dormitorio. A veces, escondido debajo de la cama, veía como ella abría y cerraba el artefacto soviético procedente de París. Daba la impresión de buscar dentro de la muñeca algo que no encontraba dentro de sí misma. Y siempre lo abandonaba con un gesto de decepción para rizarse las pestañas. Pero yo creo que se trataba de una decepción activa. El humor, según Bergson, es una espera decepcionada. Las muñecas rusas esconden un sistema filosófico que provoca un sentimiento semejante. Uno sospecha que la vida, de ser algo, es esa sucesión de lo mismo dentro de lo mismo. Yo lo entendí de pequeño, frente a la perplejidad de mis hermanos y de mi madre, pero lo desentendí de mayor. 

Y todo porque no he conseguido escribir una frase que dentro de sí 
contenga la misma frase y la misma frase y la misma frase… »


Juan José Millás