martes, mayo 1

El mundo

« Todavía un poco más de Valencia: Voy al colegio de la mano de mi madre ( "la mano de mi madre", ¿cuántas veces ha de emplear esta expresión un hombre que relata su vida?). Voy, pues, de la mano de mi madre. Todos los días nos cruzamos con otra madre que lleva de la mano a su hijo ciego, quizá, pienso yo,a un colegio especial, de alumnos ciegos y profesores ciegos. Los imagino moviéndose como bultos por las estancias de ese centro especial. No sé por qué, me viene a la cabeza la idea de que entre todos esos niños hay uno que, aunque finge ser ciego, ve. Me estremece la idea. Todavía ahora, al imaginar a ese crío impostor en clase, en el comedor, en el recreo, siento una incomodidad inexplicable. El caso es que cuando nos cruzamos con el niño que no ve, yo cierro los ojos y camino algunos metros a ciegas para intentar averiguar qué siente el niño ciego, cómo es su universo, de qué manera percibe los peligros. Pero los abro en seguida, aterrado. Un día se me ocurre la idea de que mientras yo permanezco con los ojos cerrados, el niño ciego ve, de modo que empiezo a cerrarlos con frecuencia, en clase de matemáticas, de geografía, durante la comida, en el recreo, también en el pasillo de casa, en el cuarto de baño, en la cocina... Tengo la convicción absurda de que entre ese niño y yo hay un vínculo misterioso que nos obliga a compartir la vista. Llega así un momento en el que paso casi la mitad del día con los ojos cerrados. Las monjas empiezan a llamarme la atención; mi madre me pregunta si me ocurre algo; empiezo a producir inquietud a mi alrededor. Poco a poco, abandono esta costumbre. Un día, dejamos de cruzarnos con el niño ciego. Me olvido de él. Muchos años más tarde, ya convertido en escritor, me acuerdo de aquella historia y decido hacer un reportaje sobre los ciegos. Para ello, paso una jornada en su compañía, con los ojos tapados por un antifaz. Lo hago para que el niño ciego de mi infancia pueda ver el mundo, sin interrupciones, durante un día entero. Caso cerrado, deuda cancelada. Ya no debo sentirme culpable de ver ».



Juan José Millás