sábado, septiembre 22

El periquillo sarniento

« Ésta sí fuera asistencia honrosa, y los mayores elogios que pudieran lisonjear el corazón de sus parientes; porque las lágrimas de los pobres en la muerte de los ricos, honran sus cenizas, perpetúan la memoria de sus nombres, acreditan su caridad y beneficencia, y aseguran con mucho fundamento la felicidad de su suerte futura con más solidez, verdad y energía que toda la pompa, vanidad y lucimiento del entierro. ¡Infelices de los ricos cuya muerte ni es precedida ni seguida de las lágrimas de los pobres!

(…)

La pobre de su merced me reprendía mis extravíos, me hacía ver que ellos eran la causa del triste estado a que nos veíamos reducidos, me daba mil consejos persuadiéndome a que me dedicara a alguna cosa útil, que me confesara, y que abandonara aquellos amigos que me habían sido tan perjudiciales, y que quizá me pondrían en los umbrales de mi última perdición. En fin, la infeliz señora hacía todo lo que podía para que yo reflexionara sobre mí, pero ya era tarde. El vicio había hecho callos en mi corazón, sus raíces estaban muy profundas, y no hacían mella en él ni los consejos sólidos, ni las reprensiones suaves ni las ásperas. Todo lo escuchaba violento y lo despreciaba pertinaz. Si me exhortaba a la virtud, me reía; y si me afeaba mis vicios me exasperaba; y no sólo, sino que entonces le faltaba al respeto con unas respuestas indignas de un hijo cristiano y bien nacido, haciendo llorar sin consuelo a mi pobre madre en estas ocasiones. ¡Ah, lágrimas de mi madre, vertidas por su culpa y por la mía! Si a los principios, si en mi infancia, si cuando yo no era dueño absoluto de los resabios de mis pasiones, me hubiera corregido los primeros ímpetus de ellas, y no me hubiera lisonjeado con sus mimos, consentimientos y cariños, seguramente yo me hubiera acostumbrado a obedecerla y respetarla; pero fue todo lo contrario, ella celebraba mis primeros deslices y aun los disculpaba con la edad, sin acordarse que el vicio también tiene su infancia en lo moral, su consistencia y su senectud lo mismo que el hombre en lo físico. Él comienza siendo niño o trivial, crece con la costumbre y fenece con el hombre, o llega a su decrepitud cuando al mismo hombre en fuerza de los años se le amortiguan las pasiones ».


José Joaquín Fernández de Lizardi