sábado, abril 21

Diario de un genio

« Como de costumbre, un cuarto de hora después del desayuno, me coloco una flor de jazmín detrás de la oreja y me dirijo al retrete. En cuanto me siento, hago una deposición sin apenas olor. Y eso, a tal extremo, que el papel higiénico perfumado y mi brizna de jazmín dominan por entero el ambiente. Este acontecimiento hubiera podido ser fácilmente pronosticable gracias a los sueños beatíficos y extraordinariamente placenteros de la noche anterior, que, en mi caso, anuncian indefectiblemente defecaciones suaves e inodoras. La deposición de hoy es, de entre todas, la más pura, si es que el empleo de este adjetivo resulta el más adecuado para este caso. Atribuyo este hecho, sin asomo de duda, a mi ascetismo casi absoluto, y vuelven a mi memoria mis deposiciones en la época de mis excesos madrileños con Lorca y Buñuel, cuando tenía veintiún años. Era una innombrable ignominia pestilente, discontinua, espasmódica, salpicante, convulsiva, infernal, ditirámbica, existencialista, escocedora y sanguinolenta comparada con la de hoy. Esta continuidad casi fluida me ha hecho pensar durante toda la jornada en la miel de las industriosas abejas.Tuve una tía que sentía horror por cualquier escatología. El solo pensamiento de que podía dejar escapar un pedo le llenaba los ojos de lágrimas. Ella cifraba toda su honra en el hecho de que nunca en su vida había echado uno. Hoy me parece una superchería menos impresionante que entonces. En efecto, durante mis períodos de ascetismo y de vida espiritual intensa, debo hacer constar que casi nunca dejo escapar un pedo. Esta afirmación, que encontramos a menudo en los viejos textos, según la cual los anacoretas jamás producen excrementos, me parece cada vez más cerca de la verdad, sobre todo si se tiene en cuenta la idea de Felipe, Aureolo, Teofrasto, Honorato Bombast de Hohenheim, según la cual una boca no es una boca, sino más bien un estómago, por lo que, tras una prolongada masticación sin tragar, aunque escupas el alimento, sigues, pese a todo, alimentado. Los anacoretas mastican y escupen raíces y saltamontes. Es la fe y la impresión ingenua de que viven ya del aire del cielo lo que les proporciona esa euforia.La necesidad de engullir -ya la he descrito en mis profundos estudios sobre el canibalismo- responde más a un deseo impulsivo de orden afectivo y moral que a una necesidad de nutrición. Tragas para identificarte totalmente y de la manera más absoluta con el ser amado. Por eso engullimos la hostia sin masticarla. De ahí el antagonismo entre masticar y tragar. El santo anacoreta tende a separar ambas cosas. Para entregarse enteramente a su papel terrestre y rumiante (en cierto modo filosófico), él desearía no tener que recurrir, para su subsistencia vegetativa, sino a sus mandíbulas, reservando así exclusivamente el acto de engullir a Dios »


Salvador Dalí