viernes, abril 27

El desfile del amor

« —Sí, señor mío —prosiguió—, toda profesión puede ser honorable, hasta la literaria, si se le puede llamar a eso profesión. ¡Honorable! Por desgracia la mayoría de los literatos no lo son. ¡Gente sin amor al oficio! Lo único que buscan es el poder que les confieren sus fotografías al aparecer en la prensa. Cuando lleno un formulario, jamás se me ocurre llenar el espacio dedicado a la profesión con la palabreja «escritor», ni siquiera «editor», sino «librero». La considero, sabe usted, una actividad más noble y limpia. Por regla general, el librero no odia a sus compañeros de profesión. El escritor sí. Mueve cielo y tierra para cerrarles el paso. Se dedica a desprestigiarlos, a hacer llover sobre ellos mares de inmundicia, toneles de carroña, cubos de escoria. ¡Vil mierda, señor, si es que uno ha de llamar al fin a las cosas por su nombre! La gente les teme. Los directores de revistas y suplementos literarios, los jefes de redacción, los responsables de página viven espantados. ¿Y qué me dice de los amedrentados editores? ¿No le dijo Cruz-García que yo no era sino un simple librero? ¡Un librero de viejo! Me parece oírlo. Un periodista, no. Mucho menos, ¡ah no, eso nunca!, un escritor. Y no es que no me considere como tal, se lo aseguro, sino que, rata cobarde como es, teme al desprestigio que las mafias pueden causar a su editorial. Yo me río. Siempre he sido independiente. Han querido abatirme, han intentado hasta destruirme físicamente. ¡Mire cómo me dejaron! Pero no han logrado hundirme, no lo he permitido. Me río en sus barbas, y sigo trabajando en lo mío. Un día, muy pronto, daré a conocer lo que he gestado durante estos años largos de silencio aparente. Voy a mostrarles mi obra en medio de un estruendo de carcajadas »


Sergio Pitol