miércoles, abril 18

La última tentación

« (…) —¿Qué maestro? —aulló Judas, amenazando con el puño—. ¿Este? Pero, ¿es que no tenéis ojos para verlo y sesos para juzgarlo? ¿Es éste un maestro? ¿Qué nos decía? ¿Qué nos prometía? ¿Dónde está el ejército de ángeles que debía descender del cielo para salvar a Israel? ¿Dónde está la cruz que debía ser nuestro trampolín para subir al cielo? Apenas este falso Mesías vio alzarse la cruz ante él, perdió la cabeza, se desvaneció y las mujercitas se adueñaron de él y lo emplearon para que les hiciera hijos. Se batió como los otros, al parecer, se batió valientemente y lo proclama desde los tejados. Pero sabes de sobra, desertor, que tu lugar estaba en la cruz. Que otros se ocupen de arar la tierra y las mujeres. ¡Tu deber era subir a la cruz! Te jactas de haber vencido a la muerte… ¡puf! ¿Así triunfas de la muerte? ¡Has engendrado hijos, y eso equivale a decir carne para la muerte! ¡Carne para la muerte! ¿Qué es un niño? ¡Carne para la muerte! Te has convertido en su carnicero y le llevas carne para que la devore. ¡Traidor, desertor, cobarde!

—Hermano Judas —murmuró Jesús, cuyos miembros comenzaban a temblar—, hermano Judas, muéstrate más clemente conmigo…

—Me has roto el corazón, hijo del carpintero —rugió Judas—, me has roto el corazón, ¿cómo quieres que me muestre clemente contigo? ¡Tengo deseos de estallar en lamentaciones, como las viudas, de golpearme la cabeza contra las piedras! ¡Maldito sea el día en que nací y el día en que te conocí y llenaste mi corazón de esperanza! Cuando caminabas delante de nosotros y nos arrastrabas detrás de ti, cuando nos hablabas de la tierra y del cielo, ¡qué alegría, qué libertad, qué riquezas saboreaba! Los granos de las uvas nos parecían tan grandes como niños de doce años y quedábamos saciados con sólo comer un grano de trigo. Un día no teníamos más que cinco panes, dimos de comer a una gran multitud… ¡y todavía nos quedaron doce cestos repletos de panes! ¡Cómo brillaban entonces las estrellas, cómo inundaban de luz el cielo! No eran estrellas sino ángeles; y ni siquiera eran ángeles, éramos nosotros mismos, nosotros, tus discípulos, que nos levantábamos y nos acostábamos. Tú estabas en el medio, inmóvil como la estrella polar, ¡y nosotros que te rodeábamos, bailábamos alrededor! Me estrechabas en tus brazos, ¿recuerdas?, y me suplicabas: «¡Traicióname, traicióname! Así me crucificarán, resucitaré y ¡salvaremos el mundo! » »


Nikos Kazantzakis