jueves, junio 7

Carta al psicoanalista

« Feliz 53.° cumpleaños, doctor. Bienvenido al primer día de su muerte. (…)

Pertenezco a algún momento de su pasado. Usted arruinó mi vida. Quizá no sepa cómo, por qué o cuándo, pero lo hizo. Llenó todos mis instantes de desastre y tristeza. Arruinó mi vida. Y ahora estoy decidido a arruinar la suya. (…)

Al principio pensé que debería matarlo para ajustarle las cuentas, sencillamente. Pero me di cuenta de que eso era demasiado sencillo. Es un objetivo patéticamente fácil, doctor. De día, no cierra las puertas con llave. Da siempre el mismo paseo por la misma ruta de lunes a viernes. Los fines de semana sigue siendo de lo más predecible, hasta la salida del domingo por la mañana para comprar el Times y tomar un bollo y un café con dos terrones de azúcar y sin leche en el moderno bar situado dos calles más abajo de su casa. Demasiado fácil. Acecharlo y matarlo no habría supuesto algún desafío. Y, dada la facilidad de ese asesinato, no estaba seguro de que me proporcionara la satisfacción necesaria. He decidido que prefiero que se suicide. 

Ricky Starks se movió incómodo en el asiento. Podía notar el calor que desprendían las palabras, como el fuego de una estufa de leña que le acariciara la frente y las mejillas. Tenía los labios secos y se los humedeció en vano con la lengua. 

Suicídese, doctor.

Tírese desde un puente. Vuélese la tapa de los sesos con una pistola. Arrójese bajo un autobús. Láncese a las vías del metro. Abra el gas de la estufa. Encuentre una buena viga y ahórquese. Puede elegir el método que quiera. Pero es su mejor oportunidad. Su suicidio será mucho más adecuado, dadas las circunstancias de nuestra relación. Y, sin duda, una manera más satisfactoria de que pague lo que me debe. Verá, vamos a jugar a lo siguiente: tiene exactamente quince días, a partir de mañana a las seis de la mañana, para descubrir quién soy. Si lo consigue, tendrá que poner uno de esos pequeños anuncios a una columna que salen en la parte inferior de la portada del New York Times y publicar en él mi nombre. Eso es todo: publique mi nombre. Si no lo hace… Bueno, ahora viene lo divertido. Observará que en la segunda hoja de esta carta aparecen los nombres de cincuenta y dos parientes suyos. Su edad comprende desde un bebé de seis meses, hijo de su sobrino, hasta su primo, el inversor de Wall Street y extraordinario capitalista, que es tan soso y aburrido como usted. Si no logra poner el anuncio según lo descrito, tiene una opción: suicidarse de inmediato o me encargaré de destruir a una de estas personas inocentes. Destruir. Una palabra muy interesante. Podría significar la bancarrota financiera. Podría significar la ruina social. Podría significar la violación psicológica. También podría significar el asesinato. Es algo que deberá preguntarse. Podría ser alguien joven o no alguien viejo. Hombre o mujer. Rico o pobre. Lo único que le prometo es que será la clase de hecho que ellos –sus seres queridos– no superarán nunca, por muchos años que hagan psicoanálisis. Y usted vivirá hasta el último segundo del último minuto que le quede en este mundo sabiendo que fue el único responsable. Salvo, por supuesto, que adopte la postura más honorable y se suicide para salvar así de su destino al objetivo que he elegido. Tiene que decidir entre mi nombre o su necrológica. En el mismo periódico, por supuesto. Como prueba de mi alcance y del extremo de mi planificación, me he puesto en contacto hoy con uno de los nombres de la lista con un mensaje muy modesto. Le insto a pasar el resto de esta tarde averiguando quién ha sido el destinatario y cómo. Así por la mañana podrá empezar, sin demora, la tarea que le espera. Lo cierto es que no espero que sea capaz de adivinar mi identidad, por supuesto. Así pues, para demostrarle mi deportividad, he decidido que a lo largo de los próximos quince días voy a proporcionarle una pista O dos de vez en cuando. Sólo para que las cosas sean más interesantes, aunque alguien intuitivo e inteligente como usted debería suponer que esta carta está llena de pistas. Aun así, ahí va un anticipo, y gratis. 

"La vida era alegre en el pasado: un retoño y sus padres a su lado. 
El padre soltó amarras, se largó, y entonces todo eso se acabó". 

La poesía no es mi fuerte. El odio sí. (…) »


John Katzenbach