« Las fuerzas de José cedieron de golpe ante el desastre. Como un ternero fulminado, de aquellos que vio sacrificar en el templo, cayó de rodillas y, con las manos contra el rostro, se le soltaron de una vez todas las lágrimas que desde hacía trece años venía acumulando, a la espera del día en que pudiera perdonarse a sí mismo o tuviera que enfrentarse con su definitiva condena. Dios no perdona los pecados que manda a cometer.
José no regresó al almacén, había comprendido que el sentido de sus acciones estaba perdido para siempre, ni el mundo, el propio mundo, tenía ya sentido, el sol iba naciendo y para qué, Señor, en el cielo había mil pequeñas nubes dispersas en todas las direcciones como las piedras del desierto.
Viéndolo allí, secándose las lágrimas con la manga de la túnica, cualquiera pensaría que se le había muerto un pariente entre los heridos recogidos en el almacén y lo cierto es que José estaba llorando sus lágrimas naturales, las del dolor de la vida ».
José Saramago