lunes, noviembre 12

Retahílas

« -Perdidos andamos todos, hombre. Lo único que a veces puede despertar curiosidad es saber con respecto a qué brújula. Porque a lo largo de la vida no hace uno más que inventarse brújulas o fijarse en las que inventan otro. Eso es lo que cambia; los bandazos son siempre los mismos: del entusiasmo a la decepción pasando por esa zona media de la conformidad, guarida preferente para la mayoría, donde el tiempo se ensaña, sin embargo, y pega sus dentelladas más crueles; pero la gente que pone la vela al pairo de la conformidad no sabe esto, piensa que está hurtando su trayectoria a las fauces del tiempo, que es un viaje amortiguado y subrepticio. Y al fin, mientras no caigan en la cuenta del engaño qué más da, se lo creen, pues vale, el caso es ir trampeando, todos los expedientes, en definitiva, son para mientras alguien crea en ellos. Tu padre tendrá sus remolinos como tú y yo; a ratos llevará paso de minué y a ratos de aquelarre, lo que pasa es las sucesivas referencias de su viaje se nos escapan porque nos traen sin cuidado. A mí, por lo menos, me traen sin cuidado. A Harry posiblemente no, por eso trata de entenderlo y de justificarlo. Yo no lo entiendo porque ya no me intriga, en el fondo es por eso: he dejado de pelear por él. Podríamos estar igual de separados y no haberlo perdido, que no me diera igual –como me da- ver su nombre en la prensa vinculado a homenajes oficiales, con toda esa bambolla de cargos, consejero, accionista, de banquete en congreso, de congreso en recepción; pero es que me da igual, no le quiero. Querer a una persona es quererla en lo que la separa de nosotros, en sus errores y calamidades, es quererla querer, empecinarse, es brega solitaria si lo vas a mirar, una pura pelea a tumba abierta contra las evidencias. Pero yo por Germán he peleado poco, me dejó de irritar hace ya mucho tiempo. Antes sí, discutíamos, de niños sobre todo, le quería meter en la cabeza todas mis opiniones y deseos, ¡qué ganas de pegarle!; éramos muy distintos, sí, pero le quería y hasta mucho después de acabar su carrera y yo la mía, aún seguía sin darlo por perdido, me obsesionaba la idea de sacarlo de sus casillas, de su raíles, quería que descarrilara; un día él se dio cuenta y me dijo: «Pero a ti, ¿qué te pasa?, ¿quieres que descarrile?», y yo indignada: «Eso es lo que quiero, sí, justamente, mira por donde todavía das alguna en el clavo, que descarriles y te abras la cabeza»; y le quise pegar porque estaba tranquilo, se había echado a reír mientras hablaba yo y me sacó de quicio, aquello era quererle, ahora nunca me indigna. Y mediaba tu madre muchas veces: «Pero déjalo en paz, ¿no ves que él es así?», sin darse cuenta de que contribuía a mi exasperación desde que se hizo novia de Germán por aquella tendencia suya a dejarlo a su aire, a aceptarlo como era. «No pretendo cambiarlo –decía- no te pongas pesada, cuando tú te enamores hablaremos, quieres lo que te dan y como te lo dan, exactamente eso es lo que quiere cuando media el amor, un día lo sabrás», con aquella sonrisa contemporizadora, como queriendo que se oyeran las palabras que decía, pero al mismo tiempo arriesgándolas a un torbellino donde todos hablaban mucho más alto, las perfilaba como avergonzándome de que pudieran herir, yo no sé si te acuerdas de la voz de tu madre, valiente pero tímida, sin desafiar, qué encanto de mujer. Pero él la avasallaba; creo que le empecé a tomar aversión a fuerza de quererla a ella cada vez más, había que elegir entre los dos, no había más remedio, nunca pude mirarlos como a un grupo armonioso, la verdad yo no sé como ella lo aguantaba. Ni entiendo lo que busca exactamente tu padre en las mujeres, que a veces no parecen importarle en absoluto, ni cómo se ha podido casar con dos tan diferentes, ni si las ha querido ni cómo ni llevado de qué idea, es que ya nada entiendo. Y tampoco me importa, ya te he dicho, en eso está el secreto »

Carmen Martín Gaite