« Mi amigo me había telefoneado por la mañana y su voz me llenó de ternura por él. El sentimiento de ser esperada y querida me hacía despertar mil instintos de mujer; una emoción como de triunfo, un deseo de ser alabada, admirada, de sentirme como la Cenicienta del cuento, princesa por unas horas, después de un largo incógnito.
Me acordaba de un sueño que se había repetido muchas veces en mi infancia, cuando yo era una niña cetrina y delgaducha, de esas a quienes las visitas nunca alaban por lindas y para cuyos padres hay consuelos reticentes... Esas palabras que los niños, jugando al parecer absortos y ajenos a la conversación, recogen ávidamente: «Cuando crezca, seguramente tendrá un tipo bonito», «Los niños dan muchas sorpresas al crecer»...
Dormida, yo me veía corriendo, tropezando, y al golpe sentía que algo se desprendía de mí, como un vestido o una crisálida que se rompe y cae arrugada a los pies. Veía los ojos asombrados de las gentes. Al correr al espejo, contemplaba, temblorosa de emoción, mi transformación asombrosa en una rubia princesa —precisamente rubia, como describían los cuentos—, inmediatamente dotada, por gracia de la belleza, con los atributos de dulzura, encanto y bondad, y el maravilloso de esparcir generosamente mis sonrisas...
Esta fábula, tan repetida en mis noches infantiles, me hacía sonreír, cuando con las manos un poco temblorosas trataba de peinarme con esmero y de que apareciera bonito mi traje menos viejo, cuidadosamente planchado para la fiesta.
«Tal vez —pensaba yo un poco ruborizada— ha llegado hoy ese día.» Si los ojos de Pons me encontraban bonita y atractiva (y mi amigo había dicho esto con palabras torpes, o más elocuentemente, sin ellas muchas veces), era como si el velo hubiera caído ya.
«Tal vez el sentido de la vida para una mujer consiste únicamente en ser descubierta así, mirada de manera que ella misma se sienta irradiante de luz.» No en mirar, no en escuchar venenos y torpezas de los otros, sino en vivir plenamente el propio goce de los sentimientos y las sensaciones, la propia desesperación y alegría. La propia maldad o bondad..."
[...]
“Otra vez en el esplendor de la calle, volví a ser una muchacha de dieciocho años que va a bailar con su primer pretendiente. Una agradable y ligera expectación logró apagar completamente aquellos ecos de los otros.
Pons vivía en una casa espléndida al final de la calle Muntaner. Delante de la verja del jardín -tan ciudadano que las flores olían a cera y a cemento- vi una larga hilera de coches. El corazón me empezó a latir de una manera casi dolorosa. Sabía que unos minutos después habría de verme dentro de un mundo alegre e inconsciente. Un mundo que giraba sobre el sólido pedestal del dinero y de cuya optimista mirada me habían dado alguna idea las conversaciones de mis amigos. Era la primera vez que yo iba a una fiesta de sociedad, pues las reuniones en casa de Ena, a las que había asistido, tenían un carácter íntimo, revestido de una finalidad literaria y artística.
Me acuerdo del portal de mármol y de su grata frescura. De mi confusión ante el criado de la puerta, de la penumbra del recibidor adornado con plantas y jarrones. Del olor a señora con demasiadas joyas que vino al estrechar la mano de la madre de Pons y de la mirada suya, indefinible, dirigida a mis viejos zapatos, cruzándose con otra anhelante de Pons, que la observaba.
Aquella señora era alta, imponente. Me hablaba sonriendo, como si la sonrisa se le hubiera parado –ya para siempre— en los labios. Entonces era demasiado fácil herirme. Me sentí en un momento angustiada por la pobreza de mi atavío. Pasé una mano muy poco segura por el brazo de Pons y entré con él en la sala.
Había mucha gente allí. En un saloncito contiguo los mayores se dedicaban, principalmente, a alimentarse y a reír. Una señora gorda está parada en mi recuerdo con la cara congestionada de risa en el momento de llevarse a la boca un pastelillo. No sé por qué tengo esta imagen eternamente quieta, entre la confusión y el movimiento de todo lo demás. Los jóvenes comían y bebían también y charlaban cambiando de sitio a cada momento. Predominaban las muchachas bonitas. Pons me presentó a un grupo de cuatro o cinco, diciéndome que eran sus primas. Me sentí muy tímida entre ellas. Casi tenía ganas de llorar, pues en nada se parecía este sentimiento a la radiante sensación que yo había esperado. Ganas de llorar de impaciencia y de rabia...
No me atrevía a separarme de Pons para nada y empecé a sentir con terror que él se ponía un poco nervioso delante de los lindos ojos cargados de malicia que nos estaban observando. Al fin llamaron un momento a mi amigo y me dejó —con una sonrisa de disculpa— sola con las muchachas y con dos jovenzuelos. Yo no supe qué decir en todo aquel rato. No me divertía. Me vi en un espejo blanca y gris, deslucida entre los alegres trajes de verano que me rodeaban. Absolutamente seria entre la animación de todos y me sentí un poco ridícula.
Pons había desaparecido de mis horizontes visuales. Al fin, cuando la música lo invadió todo con un ritmo de fox lento, me encontré completamente sola junto a una ventana, viendo bailar a los otros.
[...]
Pasaba el tiempo demasiado despacio para mí. Una hora, dos, quizás, estuve sola. Yo observaba las evoluciones de aquellas gentes que, al entrárseme por los ojos, me llegaban a obsequiar. Creo que estaba distraída cuando volví a ver a Pons. Estaba él enrojecido y feliz brindando con dos chicas, separado de mí por todo el espacio del salón. Yo también tenía en la mano mi copa solitaria y la miré con una sonrisa estúpida. Sentí una mezquina e inútil tristeza allí sola. La verdad es que no conocía a alguien allí y estaba descentrada. Parecía como si un montón de estampas que me hubieran entretenido en colocar en forma de castillo cayeran de un soplo en un juego de niños. Estampas de Pons comprando claveles para mí, de Pons prometiéndome veraneos ideales, de Pons sacándome de la mano, desde mi casa, hacia la alegría. Mi amigo –que me había suplicado tanto, que me había llegado a conmover con su cariño- aquella tarde, sin duda, se sentía avergonzado de mí... Quizá, había estropeado todo la mirada primera que dirigió su madre a mis zapatos... O era, quizá, culpa mía.
¿Cómo podría entender yo nunca la marcha de las cosas?
—Te aburres mucho, pobrecita... ¡Este hijo mío es un grosero! ¡Voy a buscarle en seguida!
La madre de Pons me había observado durante aquel largo rato, sin duda. La miré con cierto rencor, por ser tan diferente a como yo me la había imaginado. La vi acercarse a mi amigo y al cabo de unos minutos estuvo él a mi lado.
—Perdóname, Andrea, por favor... ¿Quieres bailar?
Se oía otra vez la música.
Me acordaba de un sueño que se había repetido muchas veces en mi infancia, cuando yo era una niña cetrina y delgaducha, de esas a quienes las visitas nunca alaban por lindas y para cuyos padres hay consuelos reticentes... Esas palabras que los niños, jugando al parecer absortos y ajenos a la conversación, recogen ávidamente: «Cuando crezca, seguramente tendrá un tipo bonito», «Los niños dan muchas sorpresas al crecer»...
Dormida, yo me veía corriendo, tropezando, y al golpe sentía que algo se desprendía de mí, como un vestido o una crisálida que se rompe y cae arrugada a los pies. Veía los ojos asombrados de las gentes. Al correr al espejo, contemplaba, temblorosa de emoción, mi transformación asombrosa en una rubia princesa —precisamente rubia, como describían los cuentos—, inmediatamente dotada, por gracia de la belleza, con los atributos de dulzura, encanto y bondad, y el maravilloso de esparcir generosamente mis sonrisas...
Esta fábula, tan repetida en mis noches infantiles, me hacía sonreír, cuando con las manos un poco temblorosas trataba de peinarme con esmero y de que apareciera bonito mi traje menos viejo, cuidadosamente planchado para la fiesta.
«Tal vez —pensaba yo un poco ruborizada— ha llegado hoy ese día.» Si los ojos de Pons me encontraban bonita y atractiva (y mi amigo había dicho esto con palabras torpes, o más elocuentemente, sin ellas muchas veces), era como si el velo hubiera caído ya.
«Tal vez el sentido de la vida para una mujer consiste únicamente en ser descubierta así, mirada de manera que ella misma se sienta irradiante de luz.» No en mirar, no en escuchar venenos y torpezas de los otros, sino en vivir plenamente el propio goce de los sentimientos y las sensaciones, la propia desesperación y alegría. La propia maldad o bondad..."
[...]
“Otra vez en el esplendor de la calle, volví a ser una muchacha de dieciocho años que va a bailar con su primer pretendiente. Una agradable y ligera expectación logró apagar completamente aquellos ecos de los otros.
Pons vivía en una casa espléndida al final de la calle Muntaner. Delante de la verja del jardín -tan ciudadano que las flores olían a cera y a cemento- vi una larga hilera de coches. El corazón me empezó a latir de una manera casi dolorosa. Sabía que unos minutos después habría de verme dentro de un mundo alegre e inconsciente. Un mundo que giraba sobre el sólido pedestal del dinero y de cuya optimista mirada me habían dado alguna idea las conversaciones de mis amigos. Era la primera vez que yo iba a una fiesta de sociedad, pues las reuniones en casa de Ena, a las que había asistido, tenían un carácter íntimo, revestido de una finalidad literaria y artística.
Me acuerdo del portal de mármol y de su grata frescura. De mi confusión ante el criado de la puerta, de la penumbra del recibidor adornado con plantas y jarrones. Del olor a señora con demasiadas joyas que vino al estrechar la mano de la madre de Pons y de la mirada suya, indefinible, dirigida a mis viejos zapatos, cruzándose con otra anhelante de Pons, que la observaba.
Aquella señora era alta, imponente. Me hablaba sonriendo, como si la sonrisa se le hubiera parado –ya para siempre— en los labios. Entonces era demasiado fácil herirme. Me sentí en un momento angustiada por la pobreza de mi atavío. Pasé una mano muy poco segura por el brazo de Pons y entré con él en la sala.
Había mucha gente allí. En un saloncito contiguo los mayores se dedicaban, principalmente, a alimentarse y a reír. Una señora gorda está parada en mi recuerdo con la cara congestionada de risa en el momento de llevarse a la boca un pastelillo. No sé por qué tengo esta imagen eternamente quieta, entre la confusión y el movimiento de todo lo demás. Los jóvenes comían y bebían también y charlaban cambiando de sitio a cada momento. Predominaban las muchachas bonitas. Pons me presentó a un grupo de cuatro o cinco, diciéndome que eran sus primas. Me sentí muy tímida entre ellas. Casi tenía ganas de llorar, pues en nada se parecía este sentimiento a la radiante sensación que yo había esperado. Ganas de llorar de impaciencia y de rabia...
No me atrevía a separarme de Pons para nada y empecé a sentir con terror que él se ponía un poco nervioso delante de los lindos ojos cargados de malicia que nos estaban observando. Al fin llamaron un momento a mi amigo y me dejó —con una sonrisa de disculpa— sola con las muchachas y con dos jovenzuelos. Yo no supe qué decir en todo aquel rato. No me divertía. Me vi en un espejo blanca y gris, deslucida entre los alegres trajes de verano que me rodeaban. Absolutamente seria entre la animación de todos y me sentí un poco ridícula.
Pons había desaparecido de mis horizontes visuales. Al fin, cuando la música lo invadió todo con un ritmo de fox lento, me encontré completamente sola junto a una ventana, viendo bailar a los otros.
[...]
Pasaba el tiempo demasiado despacio para mí. Una hora, dos, quizás, estuve sola. Yo observaba las evoluciones de aquellas gentes que, al entrárseme por los ojos, me llegaban a obsequiar. Creo que estaba distraída cuando volví a ver a Pons. Estaba él enrojecido y feliz brindando con dos chicas, separado de mí por todo el espacio del salón. Yo también tenía en la mano mi copa solitaria y la miré con una sonrisa estúpida. Sentí una mezquina e inútil tristeza allí sola. La verdad es que no conocía a alguien allí y estaba descentrada. Parecía como si un montón de estampas que me hubieran entretenido en colocar en forma de castillo cayeran de un soplo en un juego de niños. Estampas de Pons comprando claveles para mí, de Pons prometiéndome veraneos ideales, de Pons sacándome de la mano, desde mi casa, hacia la alegría. Mi amigo –que me había suplicado tanto, que me había llegado a conmover con su cariño- aquella tarde, sin duda, se sentía avergonzado de mí... Quizá, había estropeado todo la mirada primera que dirigió su madre a mis zapatos... O era, quizá, culpa mía.
¿Cómo podría entender yo nunca la marcha de las cosas?
—Te aburres mucho, pobrecita... ¡Este hijo mío es un grosero! ¡Voy a buscarle en seguida!
La madre de Pons me había observado durante aquel largo rato, sin duda. La miré con cierto rencor, por ser tan diferente a como yo me la había imaginado. La vi acercarse a mi amigo y al cabo de unos minutos estuvo él a mi lado.
—Perdóname, Andrea, por favor... ¿Quieres bailar?
Se oía otra vez la música.
—No, gracias. No me encuentro bien aquí y quisiera marcharme.
—Pero ¿por qué, Andrea?... ¿No estarás ofendida conmigo?... He querido muchas veces venir a buscarte... Me han detenido siempre por el camino... Sin embargo, yo estaba contento de que tú no bailaras con los otros; te miraba a veces...
Nos quedamos callados. Él estaba confuso. Parecía a punto de llorar. Pasó una de las primas de Pons y nos lanzó una pregunta absurda:
—¿Riña sentimental?
Tenía una sonrisa forzada de estrella de cine. Una sonrisa tan divertida que ahora me sonrío al acordarme. Entonces vi sonrojarse a Pons. A mí me subió como un demonio del corazón, haciéndome sufrir.
—No puedo encontrar el menor placer en estar entre gente así —dije—, como esa chica, por ejemplo...
Pons pareció dolido y agresivo.
—¿Qué tienes que decir de esa chica? La conozco de toda mi vida, es inteligente y buena... Tal vez es demasiado guapa a tu juicio. Las mujeres sois todas así.
Entonces me puse encarnada yo, y él, inmediatamente arrepentido, intentó coger una de mis manos.
«¿Es posible que sea yo —pensé- la protagonista de tan ridícula escena? »
—No sé qué te pasa hoy, Andrea, no sé qué tienes que no eres como siempre...
—Es verdad. No me encuentro bien... Mira, en realidad, yo no quería venir a tu fiesta. Yo quería solamente felicitarte y marcharme, ¿sabes?... Sólo que cuando tu madre me saludó, yo estaba tan confusa... Ya ves que ni siquiera he venido vestida a propósito. ¿No te has fijado que he traído unos viejos zapatos de deporte? ¿No te has dado cuenta?
«¡Oh! —pensaba algo en mi interior con una mueca de repugnancia—. ¿Por qué digo tal cantidad de idioteces?» Pons no sabía que hacer. Me miraba, asustado. Tenía las orejas encarnadas y parecía muy pequeñito metido en su elegante traje oscuro. Lanzó una instintiva mirada de angustia hacia la lejana silueta de su madre.
—No me he dado cuenta de las cosas, Andrea —balbuceó—, pero si quieres marcharte..., yo..., no sé qué hacer para impedirlo.
Me entró cierto malestar por las palabras que había llegado a decir, después de la gran pausa que siguió.
—Perdóname lo que te dije de tus invitados, Pons.
Fuimos, callados, hasta el recibidor. La fealdad de los ostentosos jarrones me hizo encontrarme más segura y firme allí y alivió algo mi tensión. Pons, súbitamente conmovido, me besó la mano cuando nos despedíamos.
—Yo no sé que ha pasado, Andrea; primero fue la llegada de la marquesa... (¿Sabes? Mamá es un poco anticuada en eso; respeta mucho los títulos.) Luego mi prima Nuria me llevó al jardín... Bueno, me hizo una declaración de amor..., no...
Se detuvo y tragó saliva. Me dio risa. Todo aquello me parecía ya cómico.
—¿Es aquella chica tan guapa que nos habló hace un momento?
—Sí. No quería decírtelo. A nadie, naturalmente, quisiera decírselo... Después... Ya vez, Andrea, que no podía estar contigo. Después de todo fue muy valiente de su parte lo que hizo. Es una chica seductora. Tiene miles de pretendientes. Usa un perfume...
—Sí, claro.
—Adiós... De modo que... ¿cuándo nos volveremos a ver?
Y se volvió a poner encarnado, porque aún era muy niño en realidad. Sabía perfectamente, lo mismo que yo, que en adelante ya sólo nos encontraríamos por casualidad, en la universidad, tal vez, después de las vacaciones ».
Carmen Laforet