« La pensión a la que me dirigí estaba cómodamente ubicada en un recoveco de la calle de las Tapias y se anunciaba así: HOTEL CUPIDO, todo confort, bidet en todas las habitaciones. El encargado roncaba a pierna suelta y se despertó furioso. Era tuerto y propenso a la blasfemia. No sin discusión accedió a cambalachear el reloj y los bolígrafos por un cuarto con ventana por tres noches. A mis protestas adujo que la inestabilidad política había mermado la avalancha turística y retraído la inversión privada de capital. Yo alegué que si estos factores habían afectado a la industria hotelera, también habrían afectado a la industria relojera y a la industria del bolígrafo, comoquiera que se llame, a lo que respondió el tuerto que tal cosa le traía sin cuidado, que tres noches era su última palabra y que lo tomaba o lo dejaba. El trato era abusivo, pero no me quedó otro remedio que aceptarlo. La habitación que me tocó en suerte era una pocilga y olía a meados. Las sábanas estaban tan sucias que hube de despegarlas tironeando. Bajo la almohada encontré un calcetín agujereado. El cuarto de baño comunal parecía una piscina, el wáter y el lavabo estaban embozados y flotaba en este último una sustancia viscosa e irisada muy del gusto de las moscas. No era cosa de ducharse y regresé a la habitación. A través de los tabiques se oían expectoraciones, jadeos y, esporádicamente, pedos. Me dije que si fuera rico algún día, otros lujos no me daría, pero sí frecuentar sólo hospedajes de una estrella, cuando menos. Mientras pisoteaba las cucarachas que corrían por la cama, no pude por menos de recordar la celda del manicomio, tan higiénica, y confieso que me tentó la nostalgia. Pero no hay mayor bien, dicen, que la libertad, y no era cuestión de menospreciarla ahora que gozaba de ella. Con este consuelo me metí en la cama y traté de dormirme repitiendo para mis adentros la hora en que quería despertarme, pues sé que el subconsciente, además de desvirtuar nuestra infancia, tergiversar nuestros afectos, recordarnos lo que ansiamos olvidar, revelarnos nuestra abyecta condición y destrozarnos, en suma, la vida, cuando se le antoja y a modo de compensación, hace las veces de despertador ».
Eduardo Mendoza