martes, noviembre 27

La larga huida del infierno

« (...) La desilusión comenzaba a aparecer en la escuela también. Un día en cuarto grado llevé una foto que la abuela Wyer había tomado en un vuelo de West Virginia a Ohio, en la cual parecía haber un ángel en las nubes. Era una de mis posesiones favoritas y estaba emocionado de compartirla con mis maestros, porque aún creía todo lo que me enseñaban a cerca del cielo y quería mostrarles que mi abuela lo había visto. Pero ellos dijeron que era un fraude, me reprendieron y me mandaron a casa por ser blasfemo. Ése fue mi intento mas honesto de encajar en su idea de cristianismo, de probar mi conexión con sus ideas, y fui castigado por eso.

Eso confirmó lo que yo ya sabía desde el principio –que yo no sería salvado como todos los demás. Lo sabía cada día que iba a la escuela temblando por el miedo de que el mundo terminase, yo no iría al cielo ni volvería a ver a mis padres de nuevo. Pero después que pasó un año, y otro, y otro, y de que Ms. Price y Brian Warner y las prostitutas que habían vuelto a nacer aún estaban ahí, me sentí engañado.

Gradualmente, empecé a sentirme molesto con la escuela cristiana y a dudar de todo lo que me habían dicho. Se volvió claro que el sufrimiento del cual rezaban por ser liberados era un sufrimiento que ellos mismos se habían impuesto -y que ahora nos imponían a nosotros. La bestia de la cual vivían atemorizados era en realidad ellos mismos: Era el hombre, no algún demonio mitológico, quien a final iba a destruir al hombre. Y esta bestia había sido creada de su miedo.

Las semillas de quien soy ahora habían sido plantadas.

“Los tontos no nacen,” escribí en mi cuaderno un día durante la clase de ética. “son regados y cultivados como hierbas por instituciones como el cristianismo.” Durante la cena de esa noche, le confesé todo a mis padres.
“Escuchen,” explique, “quiero ir a una escuela pública, porque yo no pertenezco aquí. Ellos están en contra de todo lo que yo creo.”
Pero ellos no me hicieron caso. No porque querían que tuviera una educación religiosa, sino porque querían que tuviera una buena educación. La escuela pública de nuestro vecindario, Glen Oak East, era pésima. Y yo estaba decidido a ir ahí.

Así que comenzó la rebelión. En la Christian Heritage School, no se necesitaba mucho para ser rebelde. El lugar estaba construido sobre reglas y conformidad. Había extrañas reglas en cuanto a la vestimenta: los lunes, miércoles y viernes, teníamos que usar pantalón azul, una camisa blanca de botones y, si queríamos, algo rojo. Los martes y jueves teníamos que usar pantalón verde oscuro y camisa blanca o amarilla. Si nuestro cabello tocaba nuestras orejas, debía ser cortado. Todo era reglamentado y ritualista, y a nadie se le permitía ser mejor o diferente de los demás. No era una preparación muy útil para el mundo real: dejar ir a todos esos graduados cada año con la esperanza de que la vida es justa y de que todos serán tratados con igualdad.(...) »
 
 
Brian Warner