« La vida -cuando no es sufrimiento- es juego. Debemos estar agradecidos a Francia por haberlo cultivado con maestría e inspiración. De ella he aprendido yo a no tomarme en serio, salvo en la obscuridad, y, en público, a burlarme de mí mismo. Su escuela es la de una despreocupación saltarina y perfumada. La tontería ve por doquier objetivos; la inteligencia, pretextos. Su gran arte estriba en la distinción y la gracia de la superficialidad. Dedicar el talento a cosas insignificantes -es decir, a la existencia y las enseñanzas del mundo- es una iniciación a las dudas francesas. [...] Los franceses sacrificaron el mundo a Francia. ¿Qué iban a hacer en el extranjero? Por lo demás, ¿acaso no han sacrificado tantos extranjeros su país por París? Tal vez en eso estribe la explicación indirecta de la indiferencia y del provincianismo franceses, pero esa provincia constituyó en un tiempo el contenido espiritual del continente. Francia -como la Grecia antigua- ha sido una provincia universal. Son también los únicos países que utilizaron el concepto de bárbaro, la calificación negativa del extranjero… con lo que expresaban simplemente la negativa de una civilización bien definida a abrirse a la novedad. Uno de los vicios de Francia ha sido la esterilidad de la perfección, que nunca se manifiesta tan claramente como en la escritura. La preocupación por formular bien, no desgraciar la palabra y su melodía y concatenar armoniosamente las ideas: ésa es una obsesión francesa. Ninguna cultura ha estado más preocupada por el estilo y en ninguna otra se ha escrito con tanta belleza, a la perfección. [...] No debemos sentir por la cultura el entusiasmo fácil y reversible de los ignorantes. Goza de todas las ventajas de la irrealidad. En cuanto deja de ser venero de encanto, se deshilacha y flota. Sus valores son, en su esencia, copos abstractos de los que suspendemos nuestras pobres exaltaciones. La cultura es una comedia que nos tomamos en serio. Por eso, no debemos exagerar sus méritos. Lo que es la supera y sólo raras veces se revela a nuestra inquietud. Inteligentes, católicos, avaros: tres formas de no perderse, tres formas de seguridad. Los franceses no conocen las exageraciones contra el yo, la generosidad perjudicial en el plano espiritual y financiero. El gusto y la cultura les han servido para concebir limitaciones. El miedo a perderse por cualquier exceso los ha enquistado en una rigidez afectiva. ¿Existe un pueblo menos sentimental? El corazón del francés sólo se enternece con los cumplidos bien formulados. Su vanidad es inmensa, hasta el punto de que lisonjearla puede volverlo incluso sentimental… En general, está capacitado para la intimidad, pero no para la soledad. Un francés solo es una contradicción en los términos. El sentimentalismo supone un gasto lírico del corazón en el aislamiento, la vibración sin disciplina y sin propósito racional: amar, sin vergüenza de hacerlo [...] Nosotros, los que procedemos de otros países, perdemos fácilmente toda conciencia geográfica y vivimos en algo así como un exilio continuo, ni dulce ni amargo. Nos gusta la naturaleza y no el paisaje humanizado por el hogar, los padres, los amigos. Tenemos un hogar sólo por añoranza y por nostalgia. Los franceses, desde su nacimiento, han permanecido en su tierra, han tenido una patria física e íntima que han amado sin reservas y no han humillado mediante comparaciones; no han estado desarraigados en su país, no han vivido el tumulto de una nostalgia insaciable. Tal vez sea el único pueblo de Europa que no conoce la nostalgia, que es una forma de la falta de plenitud sentimental infinita. [...] Pueblo abrumado por la suerte, dotado de claridad, capaz de aburrirse, pero no de entristecerse, que gusta, en las creencias, de la aproximación y, por encima de todo, tiene una historia normal, sin vacíos, sin fracasos ni ausencias: se ha desarrollado siglo tras siglo, ha realzado aquello en lo que creía, ha hecho circular sus ideales y ha estado presente en la época moderna como ningún otro. Paga esa presencia con su ocaso: expía lo vivido significativo, la realización radiante, el mundo de valores que ha creado. [...] ¿Cuándo inicia su decadencia una civilización? Cuando los individuos empiezan a tomar conciencia; cuando no quieren seguir siendo víctimas de los ideales, las creencias, la colectividad. Una vez despertado el individuo, la nación pierde su esencia y, cuando todos despiertan, se descompone. Nada hay más peligroso que el deseo de no verse engañado. La lucidez colectiva es una señal de cansancio. El drama del hombre lúcido pasa a ser el de una nación. Cada uno de los ciudadanos se vuelve una pequeña excepción y esas excepciones acumuladas constituyen el déficit histórico de la nación. [...] Las grandes naciones no naufragan por accidente, sino en virtud de una necesidad inscrita en su núcleo. Ninguna intervención humana ni algún cálculo racional pueden detener el deslizamiento por la pendiente de la desaparición. Se haga lo que se haga en Francia, se adopte la medida que se adopte, nadie podrá convencer a los franceses para que tengan hijos. Cuando un pueblo ama la vida, renuncia implícitamente a su continuidad. Entre la voluptuosidad y la familia, el abismo es total. El refinamiento sexual es la muerte de la nación. La explotación al máximo de un placer instantáneo, su prolongación más allá de los límites de la naturaleza, el conflicto entre las exigencias de los sentidos y los métodos de la inteligencia son las expresiones de un estilo decadente, que se define por la desafortunada capacidad del individuo para manejar sus reflejos. Esa correspondencia biológica de la lucidez, de la voluntad de dejar de ser víctima, tiene consecuencias catastróficas. Los niños han de llegar a ser por fuerza personas que crean en algo, que se adhieran, que sean suficientemente inconscientes para considerarse parte de una nación, que sientan gozosamente la necesidad de equivocarse con la participación y las pasiones. Un pueblo sin mitos está en vías de despoblación. El desierto de los campos franceses es la señal abrumadora de la falta de mitología cotidiana. Una nación no puede vivir sin ídolo y el individuo no puede actuar sin la obsesión de los fetiches. [...] En los períodos en que una nación está en un punto culminante, aparecen automáticamente hombres que no cesan de proponer directrices, esperanzas, reformas. Su insistencia y la pasión con la que los sigue la multitud atestiguan la fuerza vital de esta nación. La necesidad de regeneración por la verdad y el error es propia de los períodos florecientes. Un descerebrado como Rousseau representa un colmo de efervescencia. ¿A quién le importan aún sus opiniones? Sin embargo, su tumulto sigue interesándonos con su eco y su significado. Una aparición de esa amplitud resulta inconcebible en la actualidad. El pueblo no espera algo, conque, ¿quién le propondría algo? ¿Y qué? Los pueblos sólo viven en la medida en que están atiborrados de ideales, en la medida en que ya no pueden respirar bajo demasiadas creencias. La decadencia es el vacío de ideales, el momento en que se instala el hastío de todo; es una intolerancia al futuro… y, como tal, un sentimiento deficitario del tiempo, con su inevitable consecuencia: la falta de profetas y la falta de héroes. [...] »
Emil Cioran