« La intimidad de los Traveler. Cuando me despido de ellos en el zaguán o en el café de la esquina, de golpe es como un deseo de quedarme cerca, viéndolos vivir, voyeur sin apetitos, amistoso, un poco triste. Intimidad, qué palabra, ahí nomás dan ganas de meterle la hache fatídica. Pero qué otra palabra podría intimar (en primera acepción) la piel misma del conocimiento, la razón epitelial de que Talita, Manolo y yo seamos amigos. La gente se cree amiga porque coincide algunas horas por semana en un sofá, una película, a veces una cama, o porque le toca hacer el mismo trabajo en la oficina. De muchacho, en el café, cuántas veces la ilusión de la identidad con los camaradas nos hizo felices. Identidad con hombres y mujeres de los que conocíamos apenas una manera de ser, una forma de entregarse, un perfil. Me acuerdo, con una nitidez fuera del tiempo, de los cafés porteños en que por unas horas conseguimos librarnos de la familia y las obligaciones, entramos en un territorio de humo y confianza en nosotros y en los amigos, accedimos a algo que nos confortaba en lo precario, nos prometía una especie de inmortalidad. Y ahí, a los veinte años, dijimos nuestra palabra más lúcida, supimos de nuestros afectos más profundos, fuimos como dioses del medio litro cristal y del cubano seco. Cielito del café, cielito lindo. La calle, después, era como una expulsión, siempre, el ángel con la espada flamígera dirigiendo el tráfico en Corrientes y San Martín. A casa que es tarde, a los expedientes, a la cama conyugal, al té de tilo para la vieja, al examen de pasado mañana, a la novia ridícula que lee a Vicki Baum y con la nos casaremos, no hay remedio ».
Julio Cortázar