« Qué bueno sería acostumbrarnos, en las pequeñas y en las grandes cosas, a poder nombrar hechos, situaciones y emociones directamente, sin rodeos, tal como son.
Yo no hablo de precisiones pero si de definiciones. Esto es, decidir desde dónde hasta dónde abarca el concepto del que hablamos. Quizás por eso me ocupe de aclarar, también, de qué No hablo cuando hablo de amor.
No hablo de estar enamorado cuando hablo de amor.
No hablo de sexo cuando hablo de amor.
No hablo de emociones que sólo existen en los libros.
No hablo de placeres reservados para los exquisitos.
No hablo de grandes cosas.
Hablo de una emoción capaz de ser vivida por cualquiera.
Hablo de sentimientos simples y verdaderos.
Hablo de vivencias trascendentes pero no sobrehumanas.
Hablo del amor tan sólo como querer mucho a alguien.
Y hablo del querer no en el sentido etimológico de la posesión,
sino en el sentido que le damos coloquialmente
en nuestros países de habla hispana.
Entre nosotros, rara vez usamos te amo,
mejor dicho,decimos te quiero, o te quiero mucho, te quiero muchísimo.
Pero ¿qué estamos diciendo con ese “te quiero”.? Yo creo que decimos: Me importa tu bienestar. Nada más y nada menos.
Cuando quiero a alguien, me doy cuenta de la importancia que tiene para mi lo que hace, lo que le gusta y lo que le duele a esa persona. Te quiero significa, pues: me importa de ti, y te amo significa me importa muchísimo. Y tanto me importa que, cuando te amo, a veces priorizo tu bienestar por encima de otras cosas que también son importantes para mi.
Esta definición (que me importe de ti) no transforma al amor en una gran cosa, pero tampoco lo reduce a una tontería... Conducirá, por ejemplo, a la plena conciencia de los hechos: no es verdad que te quieran mucho aquellos a quienes no les importa demasiado tu vida y no es verdad que no te quieran los que viven pendientes de lo que te pasa. Repito: si de verdad me quieres, ¡te importa de mi!
Y por lo tanto, aunque me sea doloroso aceptarlo, si no te importa de mi, simplemente es porque no me quieres. Esto no tiene algo de malo, no habla mal de ti que no me quieras, solamente es la realidad, aunque sea una triste realidad (dice la canción de Serrat: Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio... Quizá, haya que entender que eso es lo triste, que no tenga remedio).
Esa diferencia, sólo cuantitativamente, que hago entre querer y amar es la misma diferencia que hay con la mayoría de las expresiones afectivas que usamos para no decir Te quiero. Decimos: me gustas, me eres simpático, te tengo afecto, te tengo cariño, etc.
Si yo digo que quiero a mi perro, por ejemplo (lo cual es profundamente cierto), puede no parecer una gran declaración, pero no es poca cosa. No es lo mismo mi perro que cualquier otro perro, me importa lo que le pase. Y digo que quiero a mi vecino, y al señor de enfrente, pero no al de la vuelta, a ese no lo quiero. Y estoy diciendo que mucho no me importa, aunque vive a la misma distancia de mi casa que aquellos a los que quiero, pero con estos tengo algo y con aquel nada tengo.
Y cuando viene mi mamá y me cuenta:
- No sabés quién se murió, se murió Mongo Picho.
- Ahhh, se murió.
- ¿Recuerdas que venía a casa?
- No...
- ¿Cómo que no?... Acuérdate.
- Bueno me acuerdo. ¿Y?.
- Se murió.
Y a mi qué me importa. La verdad, la verdad, es que no me importa.
Pero me importa de mi mamá, a la que amo, y entonces, a veces,
para acompañar a mi mamá, digo:
- Pobre Mongo...
y ella me dice:
- Sí, ¿verdad? Pobrecito...
Esto opera desde un lugar diferente de todo lo que nos han enseñado. Porque la moral aprendida parecería apuntar a un amor indiscriminado, al amor del místico, al amor supuestamente altruista, a la relación con aquellos a los que conozco y sin embargo ayudo con un genuino interés en su bienestar. Creo que ya dije que la diferencia en este caso es que mi interés en ellos se deriva de mi egoísta placer de ayudar, y en todo caso de un amor genérico por los demás. Quiero decir, me importa del vecino de la vuelta y del niño de Kosovo y del homeless de Dallas más allá de ellos mismos, por su simple condición de seres humanos. Pero no me refiero aquí a esto, sino a lo cotidiano, más allá de la caridad, más allá de la benevolencia, más allá de la conciencia de ser con el todo y de aprender a amarme en los demás.
Cuando empezamos a pensar en esto, nos damos cuenta de que en realidad no queremos a todos por igual y que es injusto andar equiparando la energía propia de nuestro interés ocupándonos de todos indiscriminadamente. Me parece que querer a la humanidad en su conjunto sin querer particularmente a alguien es un sentimiento reservado a los santos o una aseveración para los demagogos mentirosos y los discapacitados afectivos (aquellos que no conocen su capacidad de amar y por lo tanto no aman).
Cuando me doy cuenta sin culpa de que quiero más a unos que a otros, empiezo a destinar más interés a las cosas y a las personas que más me importan para poder verdaderamente ocuparme mejor de aquellos a quienes más quiero ».
El camino del encuentro