« "Hablando se entiende la gente”, dicen. Yo creo que, en general, la gente se entiende bien poco. Ahora bien: la única manera posible de entenderse es hablando. Sólo que eso de “hablar”—de hablar para entender al prójimo y para hacerse entender por él—no es cosa que se produzca siempre en condiciones medianamente favorables. Si hacemos un recuento y una estimación de las palabras que al cabo del día cruzamos con la gente de nuestro alrededor, y analizamos su alcance y su eficacia, comprobaremos que apenas nos han servido para nada. En realidad, sí, nos han servido para mucho: para dar una orden o un recado, para referir un chiste o una notícia, para precisar un negocio o un tiquismiquis familiar y demás operaciones de trámite social, que, ciertamente, constituyen la parte más voluminosa y urgente de nuestra vida práctica. Pero todo ello, bien mirado, es todavía “anterior” al propósito y a la necesidad de “entendernos”: de entendernos unos a otros, y de entender juntos los problemas y las esperanzas que tengamos en común. Hablar de esto último es “conversar”. El término “conversación”, en efecto, suele admitir esa acepción levemente restringida: se trata de una forma de “hablarnos” no demasiado mediatizada por la prisa, y con temas que, aún partiendo de lo más trivialmente anecdótico, apuntan a cuestiones más vastas o penetrantes. Y la verdad es que no resulta frecuente encontrar por ahí muchos “conversadores” de buena pasta. Hay un “arte de la conversación” que pocos poseen o aprenden. No es lo mismo charlar que conversar, y tan abundantes como los charlatanes son de escasos los conversadores »