«–¡Sí lo soy, sí lo soy! –Miró hacia la ventana y suspiró–: Verás: yo no sé cuánto tiempo voy a vivir todavía. Quizá un año. Quizá diez. Pero quiero, antes de morir, darme una pequeña alegría. ¡Zazu, yo quiero arrancar tu corazón! ¡Déjame hacerlo, pequeña hermosa Zazu! Arrancaré tu corazón y lo guardaré en un frasco de alcohol. Lo pondré siempre a mi cabecera, y todos preguntarán: “¿De dónde sacaste ese horrible pedazo de carne?”. Yo diré: “No es un horrible pedazo de carne, es un corazón”. Y te lo habré arrancado a ti, Zazu. Pero mi alegría consiste en que tu corazón me amará, a pesar de saberme un pobre muñeco, con los ojos llenos de veleros falsos. Con los ojos llenos de globos de colores, con la cabeza llena de serrín debajo de mis cabellos teñios de amarillo. Ah, Zazu, tú te enamorarás de un sucio gitano, ladrón, tramposo, ridículamente soñador. Tú te has enamorado de un pobre muñeco mal pintado, como yo. ¡Mi pequeña tonta, no moriré sin conseguirlo!
Sin saber lo que hacía, Zazu abofeteó aquel rostro. Estaba muy cerca, con su sonrisa que parecía triste, con sus ojos que, de pronto, se habían vuelto transparentes como las de un niño. Zazu no lo pudo evitar: le había dado una bofetada. Inmediatamente escondió las manos a la espalda. La sangre se agolpaba a sus mejillas, y sus ojos se llenaron de lágrimas de vergüenza. Nunca, nunca hasta entonces se creyó capaz de pegar a alguien, aunque lo despreciara, aunque lo odiase. Su desprecio y su odio se volvían repulsión, distancia. Y no sabía por qué.
–¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho? –rió Marco–. ¡Has hecho lo mismo que Ana Luisa! ¡Oh, Zazu, tú has hecho lo mismo que cualquier provinciana vestida de color de rosa; tú has hecho lo mismo que cualquier pequeña de kale Nagusia! Zazu, paloma, triste paloma, tu corazón está ahora triste. Zazu, tu orgullo está sufriendo mucho. ¡Cuánta pena me dan tus ojos! Te estrecharía en mis brazos, te besaría como a una niña. Pobre Zazu, ¡eres tan pequeña! ¡Cuánto debes sufrir! Me voy, no quiero interrumpir este dolor con mi presencia.
Marco recogió el sombrero amarillo y absurdo que llevaba, y se dirigió a la puerta. Pero antes de que saliera, Zazu le llamó, en voz baja, densa:
–Vuelve aquí, estúpido. Vuelve aquí, gitano, mendigo.
Cruzó sus manos y notó su temblor. Las volvió a descruzar. Marco no se movió, sonriendo con dulzura. Afuera, llovía. Las gotas resbalaban por el cristal de la ventana. Zazu sentía los labios encendidos, y sus ojos oscuros. “No sé cómo pude hacerlo. Nunca pegué a la gente. Mi lengua es venenosa. Yo no sé como pude pegarle. Pero mi lengua se ha vuelto muda para él”. Zazu tenía miedo. De pronto, llegó a ella un destemplado sonido. Se volvió y vio a Marco, sentado frente al piano. Su dedo índice oprimía teclas, al azar.
–Zazu, quisiera que escuchases aquella melodía. Aquella hermosa melodía que mis nervios, enfermos, truncaron una noche. –Zazu se encogió de hombros, con desprecio–. Aquella noche, Zazu, vino el rey a oírme. No lo olvides. Si el rey quiso oírme, ¿por qué no vas a hacerlo tú, una pobre chica provinciana de Oiquixa? Menos orgullo, menos orgullo. Zazu se acercó a él.
[...]
Zazu tenía miedo de los ojos de Marco. Aquellos ojos cuya forma, cuyo color, cuyo brillo, no le gustaba. Pero su corazón se quedaba quieto cuando ella miraba aquellos ojos. Zazu tenía miedo. Porque a Zazu no le gustaban los labios gruesos de Marco, que tenían pegado a la piel, incrustado en ella, un polvillo dorado y brillante, ese polvillo estelar de la arena. Pero besaba aquellos labios y amaba aquellos labios. Zazu apretó los dientes:
–Bueno, basta ya. Deja ese pobre piano en paz. No maltrates mis oídos y vete.
Marco se levantó:
–Zazu, ahora tú estarás pensando: “Ojalá éste se vaya pronto. Ojalá éste se vaya de Oiquixa, y no vuelva jamás”. Pero no, Zazu, no lo esperes. Aún no voy a marcharme. Esperaré a hacerlo un día en que tú no puedas por menos de seguirme. –Se inclinó hacia ella y la besó suavemente en la mejilla–. Ahora necesitas esto –dijo–. Yo sé hacer las cosas bien. He aprovechado la mañana para afinar el piano, porque por la mañana eres más dueña de tu voluntad. Estoy seguro de que al despertarte, al mirarte por primera vez en el espejo, te crees una diosa; pero no lo eres. ¡Oh, no, no lo eres!
Volvió a besarla, en la frente, y acarició su cabello.
–He sabido escoger la hora del crepúsculo. Todo va bien.
Zazu se apartó:
–Eres grotesco. Anda, puedes irte.
Marco se caló el sombrero, con ademán absurdo.
–Bien sabes que esto no es amor, ignorantuela. Claro está que aún no lo es... plenamente. ¡Pero ya andas cerca, ya andas cerca! Te hará sufrir, y tu vida será un completo fracaso. El amor es una espina dolorosa, muy difícil de arrancar. A ti te será imposible. Zazu sonrió suavemente:
–Después de todo, tienes gracia. Ese sombrero te sienta mal, y además no resulta de buen tono ponérselo en este momento. En cuanto a todo eso del amor y las espinas, ¿qué te voy a decir? Si eres feliz con estas historias que imaginas, no seré yo quien te las amargue. Tú crees a pies juntillas todo lo que inventas. ¡Pobrecillo, tal vez sea ésa tu única riqueza! ¿Por qué privarte de ella?
Él siguió esperando que ella hablase, quieto. Con su rostro serio y tranquilo, que parecía extrañamente enjuto bajo las anchas alas amarillas.
–A mí –prosiguió la muchacha– no me parecen mal tus cabellos rubios junto a tu piel oscura. Por ahora, eso me basta. Aquello era una gran mentira.
Sin saber lo que hacía, Zazu abofeteó aquel rostro. Estaba muy cerca, con su sonrisa que parecía triste, con sus ojos que, de pronto, se habían vuelto transparentes como las de un niño. Zazu no lo pudo evitar: le había dado una bofetada. Inmediatamente escondió las manos a la espalda. La sangre se agolpaba a sus mejillas, y sus ojos se llenaron de lágrimas de vergüenza. Nunca, nunca hasta entonces se creyó capaz de pegar a alguien, aunque lo despreciara, aunque lo odiase. Su desprecio y su odio se volvían repulsión, distancia. Y no sabía por qué.
–¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho? –rió Marco–. ¡Has hecho lo mismo que Ana Luisa! ¡Oh, Zazu, tú has hecho lo mismo que cualquier provinciana vestida de color de rosa; tú has hecho lo mismo que cualquier pequeña de kale Nagusia! Zazu, paloma, triste paloma, tu corazón está ahora triste. Zazu, tu orgullo está sufriendo mucho. ¡Cuánta pena me dan tus ojos! Te estrecharía en mis brazos, te besaría como a una niña. Pobre Zazu, ¡eres tan pequeña! ¡Cuánto debes sufrir! Me voy, no quiero interrumpir este dolor con mi presencia.
Marco recogió el sombrero amarillo y absurdo que llevaba, y se dirigió a la puerta. Pero antes de que saliera, Zazu le llamó, en voz baja, densa:
–Vuelve aquí, estúpido. Vuelve aquí, gitano, mendigo.
Cruzó sus manos y notó su temblor. Las volvió a descruzar. Marco no se movió, sonriendo con dulzura. Afuera, llovía. Las gotas resbalaban por el cristal de la ventana. Zazu sentía los labios encendidos, y sus ojos oscuros. “No sé cómo pude hacerlo. Nunca pegué a la gente. Mi lengua es venenosa. Yo no sé como pude pegarle. Pero mi lengua se ha vuelto muda para él”. Zazu tenía miedo. De pronto, llegó a ella un destemplado sonido. Se volvió y vio a Marco, sentado frente al piano. Su dedo índice oprimía teclas, al azar.
–Zazu, quisiera que escuchases aquella melodía. Aquella hermosa melodía que mis nervios, enfermos, truncaron una noche. –Zazu se encogió de hombros, con desprecio–. Aquella noche, Zazu, vino el rey a oírme. No lo olvides. Si el rey quiso oírme, ¿por qué no vas a hacerlo tú, una pobre chica provinciana de Oiquixa? Menos orgullo, menos orgullo. Zazu se acercó a él.
[...]
Zazu tenía miedo de los ojos de Marco. Aquellos ojos cuya forma, cuyo color, cuyo brillo, no le gustaba. Pero su corazón se quedaba quieto cuando ella miraba aquellos ojos. Zazu tenía miedo. Porque a Zazu no le gustaban los labios gruesos de Marco, que tenían pegado a la piel, incrustado en ella, un polvillo dorado y brillante, ese polvillo estelar de la arena. Pero besaba aquellos labios y amaba aquellos labios. Zazu apretó los dientes:
–Bueno, basta ya. Deja ese pobre piano en paz. No maltrates mis oídos y vete.
Marco se levantó:
–Zazu, ahora tú estarás pensando: “Ojalá éste se vaya pronto. Ojalá éste se vaya de Oiquixa, y no vuelva jamás”. Pero no, Zazu, no lo esperes. Aún no voy a marcharme. Esperaré a hacerlo un día en que tú no puedas por menos de seguirme. –Se inclinó hacia ella y la besó suavemente en la mejilla–. Ahora necesitas esto –dijo–. Yo sé hacer las cosas bien. He aprovechado la mañana para afinar el piano, porque por la mañana eres más dueña de tu voluntad. Estoy seguro de que al despertarte, al mirarte por primera vez en el espejo, te crees una diosa; pero no lo eres. ¡Oh, no, no lo eres!
Volvió a besarla, en la frente, y acarició su cabello.
–He sabido escoger la hora del crepúsculo. Todo va bien.
Zazu se apartó:
–Eres grotesco. Anda, puedes irte.
Marco se caló el sombrero, con ademán absurdo.
–Bien sabes que esto no es amor, ignorantuela. Claro está que aún no lo es... plenamente. ¡Pero ya andas cerca, ya andas cerca! Te hará sufrir, y tu vida será un completo fracaso. El amor es una espina dolorosa, muy difícil de arrancar. A ti te será imposible. Zazu sonrió suavemente:
–Después de todo, tienes gracia. Ese sombrero te sienta mal, y además no resulta de buen tono ponérselo en este momento. En cuanto a todo eso del amor y las espinas, ¿qué te voy a decir? Si eres feliz con estas historias que imaginas, no seré yo quien te las amargue. Tú crees a pies juntillas todo lo que inventas. ¡Pobrecillo, tal vez sea ésa tu única riqueza! ¿Por qué privarte de ella?
Él siguió esperando que ella hablase, quieto. Con su rostro serio y tranquilo, que parecía extrañamente enjuto bajo las anchas alas amarillas.
–A mí –prosiguió la muchacha– no me parecen mal tus cabellos rubios junto a tu piel oscura. Por ahora, eso me basta. Aquello era una gran mentira.
“Le amo, a pesar de sus horribles cabellos dorados, de su piel aceitunada.”
–En otoño me casaré –dijo, al fin. Y le costaba un raro esfuerzo decirlo–. Entonces, tú te irás de aquí. Todo va bien, como tú dices.
Marco pareció sobresaltarse:
–¡No, no! Yo no podré esperar hasta el otoño. ¿Crees que soy un vagabundo o un hombre que no se debe a sus múltiples trabajos? Mil asuntos me reclaman. –Marco se mordió los labios, para contener la risa–. Además, Zazu querida, yo vine a Oiquixa en primavera, y quiero irme en primavera. Para llevarme el perfume de los manzanos en flor. Me iré mucho antes. Mi hermano posee un velero precioso. Precisamente se trata del mismo velero que me trajo a estas costas, ¿sabes? Él es quien me recogerá.
El corazón de Zazu, aquel pobre corazón frío y lejano, gritaba extrañamente. “No te vayas. No te vayas aún. Espera”. Y sin embargo, ella deseaba no volver a verle, ella deseaba que se fuera cuanto antes.
[...]
Pero ella parecía raramente agitada y sus labios temblaron:
–Tú no le has salvado la vida a alguien. Nunca la salvarás. Eres cobarde y enfermo.
–Sí, lo soy. Pero eso será lo más triste para ti. Para ti, que me seguirás hasta el fin del mundo. ¡Ah, Zazu, ven! No importa eso ahora.
Le tendió los brazos. Pero ella le volvió la espalda y, rápida, huyó de allí. Atravesó el vestíbulo y salió precipitadamente al jardín. Sin embargo, esta vez Marco no la siguió.
El jardín, descuidado, aparecía brillante y oscurecido por la lluvia. Zazu sintió mojársele los cabellos, el vestido. La lluvia, como un llanto desolado y silencioso, resbaló a lo largo de su frente y sus mejillas. Como un llanto que no tuviera fin. Zazu se internó en la maleza, entre los troncos de los árboles mal dispuestos. Se apartó los húmedos mechones que le caían sobre la frente, y cruzó las manos sobre el pecho, que temblaba por un frío extraño. Un frío que nada tenía que ver con la lluvia ni con el viento. Muy cerca de su rostro, unas hojas temblaban. Con brillantes gotas, como ojos diminutos y burlones. A través de las ramas, el cielo aparecía blanco. Zazu se acordó de pronto de cuando era pequeña y tenía miedo de la tempestad. En aquel momento sintió el mismo deseo que de niña: huir, huir al último rincón del sótano, hundir la cabeza en algo blando y mullido, que apagara los ruidos. “Aquel árbol es el que escogió el marino extranjero, para colgar sus grandes y brillantes esferas de Navidad.” Zazu abrió los ojos y vio salir a Marco, a grandes zancadas. Bajo su ancho sombrero amarillo, que nadie supo de dónde procedía. “Dios mío, yo nunca le había pegado a la gente" »
–En otoño me casaré –dijo, al fin. Y le costaba un raro esfuerzo decirlo–. Entonces, tú te irás de aquí. Todo va bien, como tú dices.
Marco pareció sobresaltarse:
–¡No, no! Yo no podré esperar hasta el otoño. ¿Crees que soy un vagabundo o un hombre que no se debe a sus múltiples trabajos? Mil asuntos me reclaman. –Marco se mordió los labios, para contener la risa–. Además, Zazu querida, yo vine a Oiquixa en primavera, y quiero irme en primavera. Para llevarme el perfume de los manzanos en flor. Me iré mucho antes. Mi hermano posee un velero precioso. Precisamente se trata del mismo velero que me trajo a estas costas, ¿sabes? Él es quien me recogerá.
El corazón de Zazu, aquel pobre corazón frío y lejano, gritaba extrañamente. “No te vayas. No te vayas aún. Espera”. Y sin embargo, ella deseaba no volver a verle, ella deseaba que se fuera cuanto antes.
[...]
Pero ella parecía raramente agitada y sus labios temblaron:
–Tú no le has salvado la vida a alguien. Nunca la salvarás. Eres cobarde y enfermo.
–Sí, lo soy. Pero eso será lo más triste para ti. Para ti, que me seguirás hasta el fin del mundo. ¡Ah, Zazu, ven! No importa eso ahora.
Le tendió los brazos. Pero ella le volvió la espalda y, rápida, huyó de allí. Atravesó el vestíbulo y salió precipitadamente al jardín. Sin embargo, esta vez Marco no la siguió.
El jardín, descuidado, aparecía brillante y oscurecido por la lluvia. Zazu sintió mojársele los cabellos, el vestido. La lluvia, como un llanto desolado y silencioso, resbaló a lo largo de su frente y sus mejillas. Como un llanto que no tuviera fin. Zazu se internó en la maleza, entre los troncos de los árboles mal dispuestos. Se apartó los húmedos mechones que le caían sobre la frente, y cruzó las manos sobre el pecho, que temblaba por un frío extraño. Un frío que nada tenía que ver con la lluvia ni con el viento. Muy cerca de su rostro, unas hojas temblaban. Con brillantes gotas, como ojos diminutos y burlones. A través de las ramas, el cielo aparecía blanco. Zazu se acordó de pronto de cuando era pequeña y tenía miedo de la tempestad. En aquel momento sintió el mismo deseo que de niña: huir, huir al último rincón del sótano, hundir la cabeza en algo blando y mullido, que apagara los ruidos. “Aquel árbol es el que escogió el marino extranjero, para colgar sus grandes y brillantes esferas de Navidad.” Zazu abrió los ojos y vio salir a Marco, a grandes zancadas. Bajo su ancho sombrero amarillo, que nadie supo de dónde procedía. “Dios mío, yo nunca le había pegado a la gente" »
Ana María Matute