martes, julio 17

Los años de la infamia

« Sam Fuller trazó en la revista cambio16 un retrato descarnado, sin adornos, del desembarco: “Seis, siete minutos, eso es lo que dura una batalla. El resto es espera. Y miedo. Te huelen los pies, las manos duelen, las tripas se revuelven. Los soldados no escriben cartas a mamá. Marchan, papean, duermen, cagan. Nada más. Ese día no sabíamos dónde íbamos. No sabíamos nada de los miles de barcos, de los doce mil aviones. Nadie se encontraba en estado de éxtasis pensando en defender la democracia. Estábamos en Francia. Bueno, ¿y qué? Lo único que nos preocupaba era saber cuántos cabrones teníamos enfrente. No sabíamos nada de la operación, sólo que iba a ser anfibia, y que habría mucho humo; y que habría que matar, matar, matar. Por la bandera. La guerra son fusiles y balas. A cinco centavos la unidad. Y la muerte. Había dios, sexo y risas. Nada que ver con las películas de guerra. Además yo lo digo a menudo: en las películas de guerra tendría que haber un tío detrás de la pantalla disparando sobre el público con una ametralladora. Para enseñarnos lo que es eso del miedo. Vinieron unos tíos a largarnos unos discursos. Generales, mariscales, hijoputas. Todos dijeron estupideces. Menos uno. Se llamaba Alexander. Nos dijo: “hay unos desgraciados que tienen que hacer este puto trabajo, y esos desgraciados son ustedes". No nos vendió sentimentalismo.”

Fuller cruzó sobre el agua los metros que le separaban de la cabeza de playa desde el lanchón de desembarco: “Corrí ciento cincuenta metros sobre la playa. Había cantidad de cuerpos a nuestro alrededor. Y no es como se piensa. No. Era aquí una cabeza, allá, a cincuenta metros, unos pies: George Taylor, el coronel, gritaba: “Morid lo más lejos posible”. No decía. “¡Al ataque!”, gritaba “Morir allá, más lejos”, estuvimos pillados tres horas en esa maldita playa de Omaha. A mi lado un tipo se volvió loco del todo. Estábamos cuerpo a tierra. Él se levantó y empezó a avanzar hacia uno de los morteros que nos disparaban. Se puso a gritarle al arma “¡Dispárame!” ¿estás haciendo demasiado ruido!” No gritó durante mucho tiempo. Los heridos no eran heridos. Eran tipos destripados, hermanos a los que uno intentaba volver a meter los intestinos en la barriga. Uno aullaba “¡Traedme mi pierna!” ».


Manuel Leguineche