jueves, diciembre 22

Memorias de una soledad

 « De pronto, los amigos dejaron de llamarme por teléfono. Tampoco  alguien me visitaba. A mí no me gusta molestar y raras veces descuelgo el teléfono ni me presento por sorpresa en la casa de nadie, así que me dediqué a sobrevivir en soledad [...] »


« Cuando salía a la calle, en vez de ir pensando en mis cosas me mostraba atento a todo lo que me rodeaba. Buscaba entre los transeúntes una cara conocida, una sensación familiar, pero no encontré más que la mirada huidiza de los desconocidos. Al llegar la noche, me tumbaba en la cama y miraba el techo con los ojos abiertos. Me preguntaba qué error había cometido para que me hicieran el vacío  por meses de esa manera, pero no encontré respuesta que justificara tales acciones.

No soy una persona obsesiva ni paranoica, al contrario, la experiencia me ha enseñado que no hay que preocuparse demasiado por las reacciones de las personas, porque cada una de ellas es un mundo repleto de pensamientos y yo no puedo colarme en la cabeza de alguien más. Pero en este caso, el aislamiento al que me estaban sometiendo era tan absurdo como cruel. Por las noches revisaba mi conducta de las últimas semanas, hasta que las semanas se convirtieron en 5, 6, 7 , 8 meses, y los meses en años y yo seguía paseando de forma solitaria por las calles buscando en vano una mirada cómplice.

Al cabo de cinco años, yo continuaba de forma encerrada en un calvario plagado de sospechas. Durante ese largo periodo de tiempo no me había desahogado con alguien. Entonces se me ocurrió pensar que los demás podían opinar de mí lo mismo que yo de ellos. Creer que los había abandonado, que algún detalle me había molestado enormemente y que no deseaba volver a reanudar las relaciones amistosas. 

Tal vez me respetaban tanto que no se atrevían a interrumpir mi soledad. Esa soledad que luego uno se forja y que por dentro nos devora como una termita. Pensé que la actitud de los demás no era fruto del resentimiento, ni tenía algo que ver con algún castigo o venganza. No era olvido ni desdén, quizá era respeto. Nada más y nada menos. Como si supieran algo de mí mismo que yo aún ignoraba. Que necesitaba estar en soledad, descansar o no descansar, pero estar uno solo, tan solo como un muerto. 

Desde entonces  pasaron, como digo, más de ocho  meses, yo diría años. Ahora me trato con otras personas que he ido conociendo en las calles de las ciudades vacías. Sé que llegará el día en que también ellos desaparecerán como pasa con todo: que brota, vive y se extingue. Y yo no haré algo por remediarlo. Ya no.


Me quedaré mirando el horizonte por el que huyen los fantasmas. Luego volverán otros que ocuparán el espacio que aquellos dejaron. Así es la vida. Una sucesión de días y fantasmas que al final se acaban difuminando en la soledad. De vez en cuando suena el teléfono. Suena el timbre de la puerta. Sonrío, como suelo hacer al cruzarme por el pasillo con los recuerdos.


Ellos se fueron para convertirse en los habitantes de mi soledad ».

Garriga Vela
Los habitantes de la soledad