« La mortecina luminosidad que emitía la vela le hizo volverse hacia ésta, asustada. Pero no había peligro de que la llama se extinguiese de pronto; todavía le quedaban horas de luz. Sin embargo, para evitar encontrarse con más dificultades para descifrar la caligrafía de las que la antigüedad del texto podía ocasionarle, se apresuró a despabilar la vela. Pero, ¡ay!, despabilarla y apagarse fue todo uno. El efecto de un candelabro al extinguirse no hubiera sido más terrible. Por unos momentos, Catherine quedó paralizada por el espanto. La vela se había apagado sin remedio y en la mecha no quedaba el menor rescoldo que permitiese concebir esperanzas de que volviese a encenderse. La oscuridad más impenetrable y silenciosa reinaba en la habitación. Para colmo, se levantó una violenta ráfaga de viento que, con repentina furia, acentúo aún más el horror del momento. Catherine temblaba de pies a cabeza. En la pausa que siguió, sus oídos escucharon aterrorizados el ruido de unas pisadas que se alejaban y un lejano portazo. Un ser humano no podía soportar más. Tenía la frente cubierta de sudor frío; el manuscrito cayó de sus manos, y, avanzando a tientas, se metió en la cama de un salto con la esperanza de mitigar un poco su zozobra arrebujándose lo más posible bajo las mantas. Aquella noche sería imposible pegar ojo. Con una curiosidad tan justamente excitada y sentimientos tan agitados, dormir sería imposible por completo. ¡Y para colmo, aquella tormenta tan horrorosa! »
Jane Austen