« Estaba prácticamente a mitad de camino entre San Francisco y Los Angeles. Parqueó el camión en la suave orilla de la Highway 5, pasó arrastrándose por debajo de una alambrada y se dirigió al pastizal de Harris. Más allá de los corrales encontró un campo abierto y se sentó en el centro con las piernas cruzadas. El áspero olor a ganado le inundó el pecho. El sol estaba poniéndose justo entonces tras los cerros de Coalinga, y dos anchas fajas de nubes anaranjadas se extendían por encima del Central Valley como un par de inmensas alas de halcón. Quería hablar consigo mismo pero se lo impidió la quietud del espacio. Se quedó escuchándolo. Un ave de rapiña nocturna. Mugido de reses. El bello gemido de un diesel Kenworth. Imaginó las dos ciudades simultáneamente, como si colgaran de los brazos extendidos de las nubes anaranjadas. Suspendidas. La pequeña San Francisco oscilando al norte: inocente, rica y un poco boba. Al sur, la reptante y demente serpiente de Los Angeles. Con su colmilluda boca abierta de par en par, los ojos encendidos, paralizada en un ataque de pura paranoia. Aquí es donde debía estar, pensó. Justo aquí. En medio. Aplastado sobre la panza de California, en un lugar desde el que podía verlas a las dos desde lejos. Podía vivir en los intestinos de este valle, y dedicarse a espiar el cerebro y los genitales. Un plan inútil. Las cosas empezaban a jalarle en ambas direcciones. Ya estaba en movimiento cuando sólo buscaba la quietud. Una enorme mano tiraba de él desde su espalda. Una mano sin cuerpo. Le jaló hacia arriba, remontándolo a muchas millas de altura por encima de la carretera. No resistió. Ya no tenía miedo de caerse. La mano penetró limpiamente a través de su espalda y se dirigió directamente al corazón. Se lo agarró. Sin apretarlo. Era un contacto de amor puro. Dejó que su cuerpo cayera y lo vio rebotar contra el suelo sin esperanza. Su corazón permaneció en lo alto, encogido en la palma de un gigantesco puño.
Hombres peinándose en su coche
Hombres mirándose el pelo en el retrovisor
Hombres con grandes peines negros en el bolsillo de atrás
Hombres preocupados por cómo les ven las Mujeres
Hombres que se convierten en anuncios de Hombre.
Mujeres calzadas con botas que las obligan a cojear
Mujeres cuidando de que sus ojos
Hombres mirándose el pelo en el retrovisor
Hombres con grandes peines negros en el bolsillo de atrás
Hombres preocupados por cómo les ven las Mujeres
Hombres que se convierten en anuncios de Hombre.
Mujeres calzadas con botas que las obligan a cojear
Mujeres cuidando de que sus ojos
no se crucen con los ojos de los Hombres
Mujeres preocupadas por cómo les ven los Hombres
Mujeres que se convierten en anuncios de Mujer.
Esta niña que lleva un vestido verde claro
Mujeres preocupadas por cómo les ven los Hombres
Mujeres que se convierten en anuncios de Mujer.
Esta niña que lleva un vestido verde claro
y zapatillas negras de baloncesto
Esta niña que persigue un pedacito de celofán
Esta niña que persigue un pedacito de celofán
que vuela por un aparcamiento vacío
Esta niña que habla con el celofán
Esta niña que habla con el celofán
como si fuese una criatura del viento
Esta niña que sonríe al cálido aliento tropical que le da en la espalda.
Esta niña que sonríe al cálido aliento tropical que le da en la espalda.
No ve alguna diferencia entre ella y el celofán.
Empujados ambos por el viento. Reunidos en un mismo momento.
La niña baja la vista hacia el celofán. Le habla directamente:
-Déjame pisarte- le dice -. Quédate quieto para que pueda pisarte »
-Déjame pisarte- le dice -. Quédate quieto para que pueda pisarte »
Sam Shepard