martes, febrero 25

Najda (1928)

"Desde hacía mucho tiempo yo había dejado de entenderme con Nadja. En verdad, tal vez no nos entendimos nunca, por lo menos sobre la manera de considerar las simples cosas de la existencia. Ella había decidido de una vez por todas no tomarlas en cuenta, no preocuparse de la hora, no establecer ninguna diferencia entre las conversaciones ociosas que a veces sostenía y las otras que me interesaban tanto, no inquietarse en absoluto por mis estados de ánimo pasajeros y de la mayor o menor dificultad con que yo toleraba sus peores distracciones. Como dije, me contaba tranquilamente, sin ahorrarme ningún detalle, las más lamentables peripecias de su vida, se entregaba, aquí y allá, a algunas coqueterías desplazadas, me obligaba a esperarla, con las cejas fruncidas, hasta que se le antojara pasar a otros ejercicios, porque había poca duda acerca de que se volviese natural. ¡Cuántas veces, incapaz de aguantar más, desesperado de poder conducirla de nuevo a una concepción real de su valor, casi huí de ella, a riesgo de encontrarla al día siguiente tal como sabía ser cuando no estaba desesperada, y entonces yo me reprochaba mi rigor y le pedía perdón! A propósito de todo esto, tan deplorable, debo confesar, sin embargo, que ella tenía cada vez menos miramientos conmigo, lo que suscitaba violentas discusiones, que ella enconaba atribuyéndoles causas mezquinas que no existían. Todo lo que hace que se pueda vivir de la vida de un ser, sin desear nunca obtener de él más de lo que da, que baste ampliamente verlo moverse o permanecer inmóvil, hablar o callar, velar o dormir, en cuanto a mí no existía, nunca había existido, no cabía la menor duda de ello. Y no podía ser de otro modo, teniendo en cuenta el mundo que era el de Nadja, donde todo cobraba muy pronto el aspecto de la ascensión y de la caída. Pero juzgo esto a posteriori y me arriesgo a decir que no podía ser de otro modo. Aunque sintiera cierta inclinación a ello, acaso también alguna ilusión, tal vez no estuve a la altura de lo que ella me proponía. Pero ¿qué me proponía? No importa. Sólo el amor en el sentido en que lo entiendo —y entonces el misterioso, el improbable, el único, el aturrullador, el indudable amor y, finalmente, el que soporta todas las pruebas— hubiera podido realizar el milagro.



Hace algunos meses me dijeron que Nadja estaba loca. Tras algunas excentricidades suyas cometidas, parece, en los pasillos de su hotel, tuvo que ser internada en el manicomio de Vaucluse. Otros, no yo, criticarán inútilmente este hecho, que no dejarán de considerar como el desenlace fatal de todo lo que precede. Los más avisados se apresurarán a buscar la parte que conviene deslindar, en lo que he relatado de Nadja, de las ideas ya delirantes y tal vez atribuirán a mi intervención en su vida, intervención prácticamente favorable al desarrollo de estas ideas, un valor terriblemente determinante. Por lo que respecta a los que dicen: «¡Ah, entonces…!» O bien: «¡Ya lo ve usted!» «Yo pensaba también…», «En tales condiciones…», en cuanto a esos cretinos de baja estofa, ni que decir que prefiero dejarlos en paz. Lo esencial es qué para Nadja no creo que pueda haber una gran diferencia — entre el interior de un manicomio y el exterior. Sin embargo, debe de haber, desgraciadamente, una diferencia, a causa del irritante chirrido de una llave al girar en la cerradura, de la contemplación del feo jardín, del aplomo de las personas que interrogan cuando uno desearía que no se acercara ninguna ni siquiera para limpiarle los zapatos, como el profesor Claude, en Sainte-Anne, con su frente de ignaro y aquel aire obstinado que lo caracterizan (» Le tienen inquina, ¿no es verdad?» «No, señor.»  «¡Miente usted! La semana pasada me dijo que le tenían inquina.» O bien: «Usted oye voces. Está bien. ¿Se trata de voces como la mía?» «No, señor.» «Bueno, hay alucinaciones auditivas, etc.»), del uniforme abyecto, como todos los uniformes, del esfuerzo necesario para adaptarse a tal medio, ya que, después de todo, es un medio y, como tal, exige en cierta medida que se adapten a él. No es necesario haber estado alguna vez en un manicomio para saber que allí hacen a los locos, de la misma manera que en los correccionales hacen a los bandidos […]"



André Breton

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