« Pero ¿y lo demás? Porque está la opinión que uno puede tener de sí mismo, algo que increíblemente tiene poco que ver con la vanidad. Me refiero a la opinión cien por ciento sincera, la que uno no se atrevería a confesarle ni al espejo frente al que se afeita. Recuerdo que hubo una época (allá entre mis 16 y mis 20 años) en que tuve una buena, casi diría una excelente opinión de mí mismo. Me sentía con impulso para empezar y llevar a cabo "algo grande", para ser útil a muchos, para enderezar las cosas. No puede decirse que fuera la mía una actitud cretinamente egocéntrica. Aunque me hubiera gustado recibir la aceptación y hasta el aplauso ajenos, creo que mi primer objetivo no era usar de los otros, sino serles de utilidad. Ya sé que esto no es caridad pura y cristiana; además, no me importa mucho el sentido cristiano de la caridad. Recuerdo que yo no pretendía ayudar a los menesterosos, o a los tarados, o a los miserables (creo cada vez menos en la ayuda caóticamente distribuida). Mi intención era más modesta; sencillamente, ser de utilidad para mis iguales, para quienes tenían un más comprensible derecho a necesitar de mí.
La verdad es que esa excelente opinión acerca de mí mismo ha decaído bastante. Hoy me siento vulgar y, en algunos aspectos, indefenso. Soportaría mejor mi estilo de vida si no tuviera conciencia de que (sólo mentalmente, claro) estoy por encima de esa vulgaridad. Saber que tengo, o tuve, en mí mismo elementos suficientes como para encaramarme a otra posibilidad, saber que soy superior, no demasiado, a mi agotada profesión, a mis pocas diversiones, a mi ritmo de diálogo; saber todo eso no ayuda por cierto a mi tranquilidad, más bien me hace sentirme más frustrado, más inepto para sobreponerme a las circunstancias ».
Mario Benedetti