« Estoy sola en casa.
Esta casona antigua con sus innumerables habitaciones y todas sus puertas y ventanas herméticamente cerradas. ¿Para qué abrirlas, para qué dejar que entre el aire o la luz del sol si ya todo está por terminar? Comienzo a escuchar los mismos ruidos que me atormentan desde hace un tiempo. ¿Cuánto tiempo? No sabría decirlo. Ha dejado de tener sentido para mi.
Años atrás vivía aferrada a mi reloj y a una rígida rutina. Levantarme a las 5 a.m., ducharme, bajar a desayunar casi sin notarlo la enorme taza de café negro y amargo que Celia me dejaba preparado en la cafetera eléctrica desde la noche anterior. Leer el diario de la mañana, (necesitaba estar informada de todo), luego el auto, la ruta serpenteante entre las montañas eternamente nevadas, las noticias en la radio y mi mente absorbiendo toda esa información que me resultaba vital para poder vivir. Una hora después llegaba a la Universidad, dictaba las clases establecidas en mi horario… un almuerzo ligero.
Durante la tarde: conferencias, seminarios, jornadas de actualización… Regresar a casa por esa cinta asfáltica que de repente se adentraba en túneles cavados en las entrañas rocosas y que parecían devorarme.
La oscuridad y el silencio de mi hogar.
¡Hogar! ¡Qué ironía! Nada había allí de hogareño, sólo la colección de retratos de antepasados ilustres que me miraban impávidos al avanzar por el largo corredor que me conducía a mi habitación. Un baño de inmersión para relajar las tensiones acumuladas durante el día, la cena que invariablemente Celia dejaba dispuesta sobre la mesita junto al ventanal que miraba al lago siempre helado. Finalmente preparar las clases para el día siguiente y a dormir, para que todo volviese a comenzar al día siguiente.
Y así durante más de veinte años… Hasta aquella noche, aquella fatídica noche en que comencé a escuchar “los ruidos”.
Tardé en identificarlos. Tan obsesionada estaba en descubrir su origen que poco a poco fui dejando de lado mis hábitos. Ya casi no dormía, dejé de ir a mis clases; cuando Celia comenzó a importunarme con sus estúpidas preguntas, la despedí. Le dije que se fuera por donde había venido. No me importaron sus súplicas ni los treinta años que llevaba trabajando en la casa.
Necesitaba estar sola para poder escuchar. Dejé de ducharme porque el ruido del agua al caer me impedía oír “los ruidos”. Andaba descalza y en puntillas. Debía escuchar.
Y de pronto, una noche o un día, no puedo afirmarlo con certeza (había cerrado todas las ventanas de tal forma que la luz exterior ya no podía entrar), lo supe. Eran las paredes que gemían. Gemían y sollozaban a la par que se resquebrajaban.
Yo no hacía otra cosa que escucharlas y comprender su sufrimiento. Las grietas estaban allí, cada vez más grandes, cada vez más dolorosas. Los quejidos eran intolerables, y en un momento fueron llanto. Mi propio llanto unido al de las paredes, porque mi rostro también había comenzado a agrietarse…La casa…y yo, ambas nos resquebrajábamos.
Comprendí que debía envolver mi rostro con un apretado vendaje o rápidamente la carne se desprendería de él dejando al descubierto una horrible calavera. Dejé un orificio para la nariz y la boca y dos más pequeños para los ojos.
Sabía que me estaba fragmentando al igual que la casa. Ya no podía distinguir sus gemidos de los míos. No podía comer, ya no tenía boca, así que vendé fuertemente el orificio que había dejado a tal fin obstruyéndolo, total, para qué lo quería, los labios se habían desprendido y no los pude encontrar.
En algún momento me dormí y al despertar noté cómo mis ojos cayeron en la alfombra junto a la cama, dos bolas blancas con horribles pupilas huecas y negras, los coloqué en su sitio y busqué una cajita por si se volvían a caer, así tendría donde guardarlos…
La caja y yo…y los quejidos… ¿míos o de la casa? No podía despegarme de la cajita, ¿dónde iba guardar mis dedos cuándo se me cayeran…?
Durante un tiempo los sostuve pegándolos con cinta adhesiva y también pegaba mis párpados para mantenerlos abiertos y no dormirme. Si dormía me iba a resquebrajar toda, como la casa, que cada día perdía una habitación a causa de las enormes grietas….Y los gritos… Ya no quería escuchar más gritos, así que dejé que mis orejas se cayeran y no las guardé en la cajita. Pero los gritos estaban en todas partes, donde quiera que fuera escuchaba los quejidos, llantos, aullidos desgarradores. ¿Era la caso o era yo? Finalmente los ojos se me cayeron y como ya no tenía los dedos no los pude agarrar para ponerlos en la cajita…
-¿Qué sucede que no puedo abrir la puerta?- se preguntó Celia. Miró la llave desconcertada y perpleja. Era la misma llave que utilizaba desde hacía más de treinta años y con la cual había cerrado la noche anterior al terminar sus tareas y marcharse a su casa.
Como no logró abrir, llamó a la policía temerosa de que algo malo hubiera sucedido. Cuando llegó el patrullero, Celia estaba muy alterada. La señorita jamás variaba su rutina, excepto durante el receso escolar cuando realizaba un viaje a algún lugar exótico en el extranjero.
Se vieron obligados a forzar la puerta. Nada hacía presagiar lo que allí iban a encontrar.
En tantos años de servicio como tenía el oficial Gutiérrez jamás había visto un espectáculo tan macabro y aterrador… En el largo corredor donde colgaban los retratos de los familiares ilustres, yacía lo que quedaba del cuerpo de la Señorita Donovan. En un lago de sangre casi coagulada estaban desparramadas las distintas partes de lo que fuera un ser humano.
El rostro ya no existía, era sólo una calavera; la carne había sido arrancada desde la masa ósea. Los globos oculares estaban a dos metros o más de las cuencas vacías. No había un solo dedo en las manos y los labios habían sido cuidadosamente separados del resto de lo que fuera la cara.
A un lado: una cajita, varios metros de venda y un rollo de cinta adhesiva… y tenue…muy tenuemente se percibían unos ruidos…semejantes a quejidos… »