« Un camino de piedras le recibió cuando penetró en el cementerio. Sabía que llenaban de piedrecillas el camino para amortiguar el ruido y evitar molestar a los que estaban debajo con las pisadas de los visitantes. Su padre le dijo una vez que todos los cementerios que él conocía tenían caminos de piedra, lo que confirmó su teoría. Le encantaba escuchar como su peso castigaba a un puñado de piedrecillas y como éstas se quejaban de esa forma tan musical; otras veces parecía entenderles un mensaje, un: ‘¡Silencio! Aquí la gente duerme … y, créeme, tienen un mal despertar’.
El aspecto de las tumbas y de los nichos, que imaginaba como camas perfectas diseñadas para gozar de la mayor comodidad posible, el silencio que imperaba y el interés de los mayores porque lo mantuviera, le habían llevado a la conclusión de que, efectivamente, dormían … (Si estuvieran muertos, ¿qué problema habría en hablar en voz alta, cantar o jugar escandalosamente al escondite con Laura y con mis primos dentro del cementerio?). Siempre había considerado a los que allí residían como gente que descansaba eternamente, aunque ese concepto de eternidad le parecía aún confuso. (Claro que sé que la gente muere, ¡tengo casi ocho años!, pero a ésos los incineran, como a la Tía Lourdes, porque ya no van a despertar jamás, los que traen aquí sólo están dormidos).
Cipreses, rodeando el muro a lo largo de todo el perímetro del cementerio, a una prudente distancia entre ellos, como torres de vigilancia. También le fascinaban los cipreses, a quienes consideraba unos enormes guardianes dispuestos a agacharse ágilmente y recoger entre sus ramas, para expulsarlo como una catapulta, a aquel que ignorando las órdenes de los mayores y las advertencias de las piedras del camino hiciera el ruido suficiente para que existiera el riesgo de que alguien despertara. Es cierto que nunca había visto que eso sucediera pero ¿cuál podía ser sino su función? y ¿por qué entonces nunca había visto cipreses fuera del cementerio?.
Había ido a mirar las fotos. Cientos de pequeñas fotografías que identificaban a cada una de las personas en el lugar donde reposaban. Muchas eran de personas muy mayores, que imaginaba les habían tomado justo antes de que iniciaran su gran sueño, pero otras eran anteriores: de sus bodas, de la primera comunión, de militares, de cuando iban al colegio, o incluso alguna de cuando eran bebés. No entendía porqué eran tan pequeñas y, en cambio, todas aquellas cruces eran tan grandes.
(-Luis, el profesor ha venido a decirme que has dicho en clase que no crees; - No, papá, yo no creo. Yo creo; – ¿Te estás riendo de mí?; -¡No, papá! Quiero decir que no creo en las cosas que explica el Padre Ramón, pero creo cosas … creo, de crear, … no de creer … cosas que me parecen más creíbles que las que él dice).
Siempre que las veía recordaba cuando su padre le preguntó aquello después de hablar con el profesor, cómo se levantó a buscar la correa para castigarle y cómo se detuvo después, mirándole fijamente, para, finalmente, y para su sorpresa y alivio, decirle mientras le acariciaba el pelo: ‘Está bien hijo. Pero nunca se lo cuentes a tu madre, ¿de acuerdo?’.
Se detuvo junto a un nicho a ras de suelo, en el que aparecía la foto de una niña de su edad que le miraba con un gesto serio que contrastaba con sus graciosas trenzas. Era la que andaba buscando, se agachó para verla mejor. Miró a derecha e izquierda para asegurarse que estaba sólo. La altura del muro hacía que los cipreses no pudieran verle en aquel punto. Finalmente se decidió y golpeó suavemente sobre el nicho ... toc toc … como si llamara a la puerta. Miraba continuamente hacia arriba para asegurarse que el muro le protegía … ¿Hola? … Toc Toc ... un poco más fuerte … El fuerte viento hacía moverse una papelera metálica cuyo chirrido competía con su silbido. ¿Puedes oírme? ¿Estás dormida? … TOC TOC … He pensado que a lo mejor te gustaría ir a jugar y, luego vuelves.
... El viento … ¡El viento! Se giró para mirar sobre el muro y, aterrado, comprobó que su fuerza había movido lo suficiente la parte superior de uno de los cipreses para que estuviera en su campo de visión. Se levantó y empezó a correr hacia la salida, el viento parecía frenarle en su huída, le daba la sensación que las piedras del camino intentaban hacerle tropezar … veía a los cipreses girar hacia un lado y hacia otro (el viento, debe ser el viento), como si hablaran entre ellos decidiendo quien se encargaba de cogerle … Correr, correr, correr …
Llegó hasta la verja de la salida .. ¡Cerrada! ¿Se había marchado ya el vigilante? … La empujó, estaba abierta, el viento la había entornado. Corrió sin detenerse por el parque que rodeaba el cementerio, atravesó la avenida para dirigirse a su casa a la que llegó apenas sin aliento. Su madre, en la cocina, se asustó al verle. '¡¡Luis!!, ¿Qué te pasa?. Parece que te persiga el diablo'. La abrazó y en cuanto recuperó parte del aliento le dijo entrecortadamente: 'Mamá, prométeme que si alguna vez me quedo dormido para siempre no pondrás en mi tumba una foto en la que esté guapo ».