« Vi un montón de libros. Los colocaron en la puerta y allí el mismo criado les fue quitando el polvo uno por uno.
Me acerqué curiosa y disimuladamente al montón, que seguía creciendo; el criado no me despachó de allí, pero tampoco me animó, y en tal situación no me atreví a tocarlos, aunque me daban ganas de pasar los dedos por las encuadernaciones de blanco cuero. Me limité a mirar tímidamente los títulos: eran libros franceses e ingleses, y algunos en no sabía qué lengua. Me hubiera quedado mirándolos horas enteras, pero me llamó mi madre.
Toda la tarde me la pasé pensando en ti, aun sin conocerte todavía. Yo no tenía más que una docena de libros baratos, encuadernados en cartón, usados y rotos, y los quería mucho y los leía muchas veces. Y entonces me preguntaba cómo sería el hombre dueño de todos aquellos libros soberbios, que los había leído todos, que comprendía todas aquellas lenguas y que era, al mismo tiempo que rico, tan sabio. Recordando aquel montón de libros, sentía hacia su dueño una especie de respeto sobrenatural »
Stefan Zweig