« Tenía los ojos cerrados, y al abrirlos desperté en un mundo de arenas, que se fusionaban con el mar. Allí estaba yo, sin saber cómo había llegado, ni por qué. Sin embargo eso no me preocupaba. Fue curioso porque sin tener un antecedente de aquello, por la tranquilidad denotada por mi ser, yo parecía estar informado de todo. No era más que la continuación normal de mi vida. Estoy sentado en la arena, con los brazos apoyados casi detrás de mi espalda. El mar estaba en calma, pero aun así grandes olas llegaban a la orilla. Yo pensaba que a pesar de la desnutrida brisa que sentía, no se le podía pedir más quietud al mar. En pleno océano las olas nunca se pierden del todo. El agua estaba casi tan azul como el cielo. Puedo decir que no había una sola nube en él. Se veía hermosísimo, dominado por el sol de la tarde ya madura. Ese sol típico de la playa, que cuando se acerca el atardecer llega y parece acariciarnos, haciendo que nuestro cuerpo y sobre todo, el rostro, sientan una sensación de tibieza.
Cada parpadeo de mis ojos parece darse en largos períodos de tiempo, tal vez así sea. El miedo me invade, temo que al cerrar los ojos alguien me arrebate la tranquilidad en la que vivo ahora. Mis dedos se internan en la arena, como clavos que atraviesan una madera de cedro. Tengo que esforzarme para sacar del suelo mi mano derecha, y así luego apoyarla y poder sacar la izquierda. Refriego mis manos y me pongo de pie. Primero giro y luego parece que el mundo gira en torno a mí. Ahora todo se detiene, y en un vuelo de gaviota todo vuelve a ser normal. Arena gruesa y fina se mezclan en una sola, que varía según la cercanía de la espuma del mar. El lugar parece solo mío, como si nunca nadie hubiera estado allí, como si la virginidad del mundo volviera a la creación. El viento nos hace a la vez ingenuos e ignorantes. Tal vez alguien estuvo allí hace solo una horas, pero no lo se, no puedo saberlo. No se ve una sola huella. La arena y su relieve se extienden, según mi vista, desde el mar y se alejan de él, mientras se cuelan por debajo de pequeños pastos que terminan convirtiéndose en matorrales y luego en un gran bosque. Allí están, incontable cantidad de pinos, que acompañan la playa en su largo camino. Parece un mosaico, que se reitera por kilómetros, lo que para mí es el infinito.
A lo lejos alcanzo a ver algo, que sobresale de la arena. Me dirijo hacia el lugar, y compruebo que es un montón de tablas, que seguramente son el fruto de otro fruto. El mar las dejó allí, luego de que alguien las dejara caer en él.
El agua parece algo más movida, pero la brisa sigue siendo muy calma. Se acerca el crepúsculo. Busco un lugar inclinado hacia el mar y me dejo caer en la arena. La noche se apresura en llegar. La luna ocupa el lugar que el sol tiene luego del amanecer y las estrellas sirven de compañía. Es sin duda un deleite de mis ojos y mis oídos. Los bramidos del mar son contenidos por el apacible viento y la belleza del cielo. Cierro los ojos una vez más, ahora ya sin miedo »
Rafael Tortt