« Entonces, cargué en el porta maletas los libros que había decidido liberar. Al llegar la medianoche, fui en coche al centro de la ciudad. Aparqué frente al Puerto y fui colocando los libros bajo la luz de un farol. Nadie me vio. Luego me senté de nuevo al volante, puse música y esperé »
« Enseguida se detuvo a mi lado un todoterreno. Un hombre de alrededor de cuarenta años se puso a curiosear los libros y fue apartando aquellos que más le gustaban. Me descubrió en el interior del coche y me miró con una extraña complicidad, como si ambos hubiéramos encontrado un tesoro y tuviéramos que guardar en secreto el lugar del descubrimiento. Salí del coche, le di las buenas noches, y yo también me puse a curiosear como si viera aquel botín por primera vez. «Me gustan mucho los libros», afirmó el hombre. Me sorprendió que no me dijera que le gustaba leer sino que lo que realmente le atraían eran los libros.
El hombre del todoterreno cargó unos veinte volúmenes, se despidió de mí y se fue con la satisfacción del que termina de leer una novela con final feliz. A fin de cuentas, aquel había sido para él un momento sorprendente. Apenas el todoterreno había llegado al paseo de los Curas, llegaron dos parejas que se detuvieron delante del montículo de libros iluminados por la luz amarilla del farol.
De pronto, sentí una enorme compasión por aquellos libros que durante tantos años me habían acompañado. Era como si acabara de abandonar a un perro en plena calle. Una de las mujeres se dirigió a mí para decirme: «¿Quién puede hacer algo así?». «No sé», le respondí, y realmente no lo sabía. Cómo le iba a desvelar que era yo quien los había dejado allí, cómo le iba a explicar que mi casa se había quedado pequeña y que me había visto forzado a despreciar libros para ganar espacio. Entre las dos parejas se llevaron unos quince libros. Volví al coche y me quedé quieto, mirando a través del parabrisas los libros como si me hallara delante de un amor perdido para siempre. «Delante de quien adoras es un placer estar triste», pensé.
A las tres de la madrugada, un mendigo se llevó en una bolsa de plástico los últimos libros. Me quedé un rato mirando el espacio vacío. Una parte de mi pasado se había esfumado delante de mí y yo no había hecho algo por recuperarla. La vida que se desvanece sin que podamos impedirlo. Puse el motor en marcha y los faros señalaron el espacio de la ausencia. Supe que ese gesto, ese abandono, era sólo el principio del fin. A partir de ese instante, poco a poco, me iría desprendiendo de todo mi pasado. Regresé a casa y vi los objetos que aún retenía secuestrados. « Mañana por la noche liberaré a otros cuantos », dije en voz alta antes de dormirme ».
Garriga Vela
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