« 69 —¿Duermes, Aquileo y me tienes olvidado? Te cuidabas de mí mientras vivía, y ahora que he muerto me abandonas. Entiérrame cuanto antes, para que pueda pasar las puertas del Hades; pues las almas, que son imágenes de los difuntos, me rechazan y no me permiten que atraviese el río y me junte con ellas; y de este modo voy errante por los alrededores del palacio, de anchas puertas, de Hades. Dame la mano, te lo pido llorando; pues ya no volveré del Hades cuando hayáis entregado mi cadáver al fuego. Ni ya, gozando de vida, conversaremos separadamente de los amigos; pues me devoró la odiosa muerte que el hado cuando nací me deparara. Y tu destino es también, oh Aquileo, semejante a los dioses, morir al pie de los muros de los nobles troyanos.
Otra cosa te diré y encargaré, por si quieres complacerme. No dejes mandado, oh Aquileo, que pongan tus huesos separados de los míos: ya que juntos nos hemos criado en tu palacio, desde que Menetio me llevó desde Opunte a vuestra casa por un deplorable homicidio —cuando encolerizándome en el juego de la taba maté involuntariamente al hijo de Anfidamante—, y el caballero Peleo me acogió en su morada, me crió con regalo y me nombró tu escudero; así también, una misma urna, la ánfora de oro que te dio tu veneranda madre, guarde nuestros huesos.
93 Respondióle Aquileo, el de los pies ligeros: —¿Por qué, caro amigo, vienes a encargarme estas cosas? Te obedeceré y lo cumpliré todo como lo mandas. Pero acércate y abracémonos, aunque sea por breves instantes, para saciarnos de triste llanto ».
Canto XXIII de Homero.