« Mejor no pensarlo. Prefería sentarse a leer, o lo hubiese preferido en caso de que hubiera habido algo que mereciese la pena leer. Pero en las historias barteldanas, nadie quería nunca quería algo. Ni siquiera un vaso con agua. Si tenían sed iban a buscarlo, desde luego, pero si no estaba a su alcance no volvían a pensar en ello. Acababa de leer un libro entero donde el protagonista, tras realizar diversas actividades a lo largo de una semana, como trabajar en el jardín, jugar bastantes partidos de tenis, ayudar a reparar una carretera y hacer un hijo a su mujer, moría inesperadamente de sed justo antes del último capítulo. Irritado, había hojeado el libro hacia atrás y al final encontró una referencia de pasada a cierto problema de fontanería en el capítulo segundo. Eso era todo. Así que aquel tipo se moría. Suele pasar.
Eso ni siquiera era el punto culminante del libro, porque no lo había. El personaje moría hacia la tercera parte del penúltimo capítulo, y el resto de la narración versaba de nuevo sobre la reparación de carreteras. La novela simplemente se caía muerta a la palabra número cien mil, porque esa era la extensión de los libros en Bartledán ».
Douglas Adams