« Hoy, domingo por la mañana temprano, me he levantado con la cabeza cargada de dudas. Llevo varias noches saliendo a cenar y acostándome tarde. Casi siempre en las reuniones se habla de los que no están presentes. ¿Cómo nos ven los otros? Todas las personas que conocemos nos inventan. Nosotros mismos no tenemos ni idea de la cantidad de personas diferentes que podemos llegar a ser. Eso me produce cierto temor. Nuestras historias suelen volverse irreconocibles al pasar de boca en boca. Seguramente nos llevaríamos alguna gran sorpresa si descubriéramos lo que dicen de nosotros los amigos. Pero, ¿cómo somos en realidad? ¿Acaso hay alguien que se reconozca a sí mismo como si fuera un libro? Quizás nuestra forma de ser la construimos con las opiniones de los otros. Nos dedicamos a escoger entre las distintas opiniones que se vierten sobre nosotros y luego las vamos uniendo hasta crear la personalidad. Una especie de Frankenstein. Es muy difícil explicar cómo somos. Pero todavía es mucho más difícil desvelar los enigmas de otros.
Están mal hechas las cosas. Cuando nos empezamos a enterar de qué va la vida, a menudo ya es demasiado tarde. La mayoría de las personas pasan el tiempo trabajando y preocupándose por el futuro para después morirse. La alegría de sobrevivir está teñida por la dolorosa certeza de que no podemos sobrevivir. Eso es lo que siempre me ha horrorizado, saber que todo termina.
El trabajo es el culpable de muchos problemas. «El trabajo no libera, sino que esclaviza al hombre»; estas fueron las palabras que pronunció el catedrático de Derecho Laboral el primer día de clase. Se llamaba Vida. El caso es que las palabras de Vida me quedaron grabadas. Yo no deseaba ser esclavo de los demás. Creo que no lo he sido nunca, salvo de mis propias obsesiones. Pero procuraba no tener más obsesiones que las estrictamente necesarias. Y aún así, las traicionaba. Crecemos gracias a la deslealtad a nosotros mismos.
Ahora me viene a la memoria el cirujano chino que tras perder la vista seguía operando. Lo hacía a tientas en la oscuridad de su cerebro. Se sabía el cuerpo humano de memoria. Así transcurre la vida hasta que, de pronto, surge un problema y descubrimos que estamos ciegos, que todo lo que hemos aprendido no nos sirve para algo. Creo que el calor y la humedad me revuelven la cabeza y acabo arrojando en público los pensamientos. Menos mal que alguien, en este preciso instante, llama al timbre. Al oírlo, resulta asombroso sentir como una oleada de afecto me invade. Me dirijo a abrir la puerta con la ansiosa impaciencia del perro que se pone en pie de un salto al oír el sonido de las llaves de su amo ».