« Un día se fue la luz. Freitas no estaba y Osorio, el “grumete”, había salido a hacer unos recados. Fernando fue a buscar un lámpara de petróleo, la encendió y la puso encima de mi mesa. Poco antes de la hora de partida, me alcanzó una notita que decía “Le pido que se quede”. Yo permanecí expectante. Por entonces ya había notado el interés de Fernando hacia mí; y yo, lo confieso, también le encontraba cierta gracia… Recuerdo que estaba de pie, a punto de ponerme el abrigo, cuando él entró en mi despacho. Se sentó en mi silla, dejó sobre la mesa la lámpara que traía y comenzó de pronto a declararse como Hamlet a Ofelia: “¡Oh, querida Ofelia!, mido mal mis versos, carezco de arte para medir mis suspiros, pero te amo en extremo. ¡Oh, hasta el último extremo, créeme!». Quedé muy conmovida, como es natural, y sin saber qué decir ni hacer, acabé por ponerme el abrigo y despedirme apresuradamente. Fernando se levantó con la lámpara en la mano para acompañarme hasta la puerta. Pero, de repente, apoyó la lámpara sobre la divisoria de la pared, me tomó sorpresivamente por la cintura, me abrazó y, sin decir una palabra, me besó, me besó apasionadamente, como un loco. […] Días más tarde, como Fernando parecía ignorar lo que había sucedido entre nosotros, resolví escribirle una carta pidiéndole una explicación; lo que dio origen a su primera carta-respuesta, con fecha 1.° de marzo de 1920 ».
Fernando Pessoa
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