« El centro de Lima estaba lleno de colegios de mujeres, pero Manolo tenía sus preferencias. Casi todos los días, se paraba en la esquina del mismo colegio, y esperaba la salida de las muchachas como un acusado espera su sentencia. Sentía los latidos de su corazón, y sentía que el pecho se le oprimía, y que las manos se le helaban. Era más una tortura que un placer, pero no podía vivir sin ello. Esperaba esos uniformes azules, esos cuellos blancos y almidonados, donde para él, se concentraba toda la bondad humana. Esos zapatos, casi de hombres, eran, sin embargo, tan pequeños, que lo hacían sentirse muy hombre. Estaba dispuesto a protegerlas a todas, a amarlas a todas, pero no sabía cómo. Esas colegialas que ocultaban sus cabellos bajo un gracioso gorro azul, eran dueñas de su destino. Se moría de frío: ya iba a sonar el timbre. Y cuando sonara, sería como siempre: se quedaría estático, casi paralizado, perdería la voz, las vería aparecer sin poder hacer algo por detener todo eso, y luego, en un supremo esfuerzo, se lanzaría entre ellas, con la mirada fija en la próxima esquina, el cuello tieso, un grito ahogado en la garganta, y una obsesión: alejarse lo suficiente para no ver más, para no sentir más, para descansar, casi para morir.
(...)
Había algo en la atmósfera que lo hacía sentirse nuevamente como en la iglesia. Le parecía que tenía algo que decir. Algo que decirle a alguna persona que no conocía; a muchas personas que no conocía. Escuchaba el estallido de los cohetes, y sentía deseos de salir a caminar. Hacia las tres de la madrugada continuaba su extraño paseo. Hacia las cuatro de la madrugada, un hombre quedó sorprendido, al cruzarse con un muchacho de unos quince años, que caminaba con el rostro bañado en lágrimas ».
Alfredo Bryce Echenique